REPORTAJE
Por qué es grande ‘El gran Gatsby’
La obra maestra de Francis Scott Fitzgerald cumple cien años con diversas traducciones y ensayos entre las novedades editoriales, al tiempo que se corona como la indiscutible Gran Novela Americana
El inalcanzable Gatsby; por Juan Tallón

Leonardo DiCaprio, en un fotograma de la adaptación al cine de 'El gran Gatsby' de Baz Luhrmann. / EPE
Hace un siglo. 10 de abril de 1925. Estados Unidos. El jazz sonaba en todas las orquestas, la ley seca dificultaba el hedonismo, pero a la vez lo hacía más excitante, y la bebida burbujeante se relegaba a los salones secretos. Todo eso ocurrió mientras unos pocos acaparaban un dinero obtenido velozmente cumpliendo el mal llamado sueño americano, y los caballeros tristemente heroicos soñaban con damas lejanas y crueles. Entonces apareció una novela única, llamada a convertirse en un clásico contemporáneo.
Con los años, El gran Gatsby se consolidó como uno de los grandes hitos de la novela norteamericana, pero también como una obra capaz de encerrar en una gota de ámbar toda la belleza de los felices 20 y su reverso oscuro. Su centenario ha propiciado varias reediciones conmemorativas y un intenso y muy recomendable librito celebratorio de Rodrigo Fresán, El pequeño Gatsby (Debate), amén de Los papeles de ‘El gran Gatsby’ (Athenaica), que reúne diversos textos sobre y de su autor. Incombustible, como los buenos clásicos, la novela que ha dado de sí películas, obras de teatro e incluso un musical, sigue arrojando nueva luz e interpretaciones a las nuevas generaciones y aquí trataremos de explicar algunos porqués de su grandeza.
Porque es la Gran Novela Americana en miniatura. Para empezar, contemplemos a Francis Scott Fitzgerald (Saint Paul, Minnesota, 1896-Los Ángeles, 1940) en el soleado sur de Francia, gesto indolente, admiración máxima, con un libro entre las manos que pocos años antes había puesto patas arriba el panorama literario. Es el Ulises de James Joyce. El Ulises cumple el muy masculino y competitivo deseo de alzarse por encima de sus contemporáneos. La gran novela europea. Scott Fitzgerald, chico de clase media con una educación por encima de las posibilidades familiares, sueña con sentarse en el trono de esa entelequia llamada la Gran Novela Americana.
Frente a A este lado del paraíso y Hermosos y malditos, sus dos novelas publicadas hasta el momento y muchos cuentos ingeniosos, chispeantes y exitosos, muy exitosos, que las revistas de moda le pagan a precio de oro, el escritor siente que con la novela que está escribiendo y que planificó en 1922 se va quitar la gran insatisfacción que arrastra como autor que se pliega al gusto del público, alentando una ambición mayor, un trabajo «sin fantasías de mala calidad […] pero con la imaginación sostenida de un mundo sincero y sin embargo radiante», como escribe a su editor Maxwell Perkins.
El resultado, que tuvo varios títulos, entre ellos Trimalción, apenas excede las 200 páginas, lo que, considerando su aspiración de Gran Novela Americana, parece poca cosa. En El gran Gatsby no hay nada musculoso, ni testosterónico. No hay que buscar la grandeza en la extensión de la obra sino en la perfección formal de su construcción y sobre todo en la elegancia de su prosa, su lirismo controlado, su perfecta destilación de sentimientos. Es «el primer paso dado por la literatura norteamericana desde Henry James», como escribió en su día T. S. Eliot.

Portada de la primera edición de 'El gran Gatsby', obra de Francis Cugat. / EPE
Porque es una novela de amor (o no). El gran Gatsby no es una novela sentimental, pero le cuentas su argumento a alguien que lo desconozca, y muy probablemente sentencie: melodrama barato. Quizá por eso las adaptaciones cinematográficas no han logrado captar su valía. No es tan importante saber lo qué ocurre sino qué sentimientos despierta en nosotros lo, poco, que ocurre. A saber: Gatsby, un hombre enamorado de Daisy Buchanan, la chica dorada hermosa y cruel que le rechazó en el pasado por no superar el listón de sus requerimientos económicos, intenta recuperarla cuando ella se ha casado con un detestable millonario.
La forma de atraer su atención es a golpe de fastuosas fiestas realizadas con una fortuna misteriosamente adquirida. Por las noches, en silencio, Gatsby desde su mansión de Long Island contempla ensimismado la luz verde que titila al otro lado de la bahía donde vive su amada. Esta es una novela de amor, o quizá como se diría con los postulados amorosos actuales, la historia de una obsesión cargada de toxicidad, en la que el poder monetario tiene tanta importancia o más que la fuerza de los sentimientos, especialmente cuando Gatsby advierte con profunda inquietud que la voz de su amada estaba «cargada de dinero».
Porque es la historia de una gran amistad (o no). Ernest Hemingway –luego hablaremos de él– queriendo denigrar a su amigo –aunque con amigos como el viejo Papá Ernest no se necesitan enemigos– afirmaba que Fitzgerald era un gran inculto de la literatura. Y quizá las lecturas del autor de El último magnate no fueran tan amplias, pero sí es cierto que había leído muy bien y con provecho a Joseph Conrad y sus narradores capaces de reconstruir una historia del pasado trascendiéndola. La voz narradora en este caso es Nick Carraway, primo de Daisy Buchanan, fascinado por Gatsby, a quien dibuja como una especie de misterioso caballero de la Mesa Redonda, un ser de apariencia pura, aunque con un pasado oscuro, que incluye actividades delictivas.
No hay que olvidar que estamos en pleno auge del gansterismo y la Prohibición. La amistad de Nick y Gatsby, desequilibrada por la atracción del primero hacia el segundo, puede leerse también como una historia de amor circular e imposible en la que Nick podría estar enamorado (secretamente) de Gatsby, como este lo está de Daisy. Nick es también la voz próxima, el hombre cabal que recibe las confidencias y nos acompaña en el descubrimiento de Gatsby y, por encima de todo, la mano que conduce a los lectores desde la admiración por los muy ricos hasta el asco que provoca esa casta capaz de machacar y pasar por encima de cualquiera sin inmutarse.

Mia Farrow y Robert Redford, en un fotograma de una de las adaptaciones cinematográficas de 'El gran Gatbsy'. / EPE
Porque es el retrato de los locos y felices años 20. Fitzgerald llegó incluso a bautizar el momento. La era del jazz. Estados Unidos había ido a la guerra mundial, la primera, y los jóvenes que regresaron no querían saber nada de compromisos políticos. El propio autor lo relata en uno de los artículos rescatados por el crítico Edmund Wilson y recogidos en el Crack-up, obra póstuma. Se abandonó el idealismo y se pasó al hedonismo. Los jóvenes descubrieron el petting, es decir el magreo, y las mujeres practicaron y supieron que ya no era necesario casarse tras la experiencia.
«La palabra jazz en su trayectoria hasta la respetabilidad significó al principio sexo, luego baile y, finamente música», escribió el autor. Y más: «Fue una época de milagros, fue una época de arte, fue una época de excesos y fue una época de sátira» Y cuando el jolgorio amplió generaciones: «El resultado fue una especie de fiesta infantil tomada por los adultos». Todos sabemos cómo acabó esa fiesta, con un crack bursátil que devolvió a todos aquellos inconscientes a la realidad más descarnada, preparada ya para una nueva contienda. En nuestro imaginario, pensar en los locos, felices y jazzísticos años 20, es pensar en El gran Gatsby, pero como asegura Rodrigo Fresán es también una de esas «pocas novelas generacionales que se las arreglan para alcanzar la atemporalidad apta para toda era».
Porque idealiza una masculinidad nada convencional. Naturalmente para hablar de masculinidad convencional qué mejor que referirse a Hemingway, a quien Fitzgerald no conocía antes de escribir la novela. De hecho, su amistad se forjó tras leer Hemingway El gran Gatsby y apreciar su valor. En la ecuación de esta relación, Hemingway es el hipermacho (tóxico, diríamos ahora) mientras Fitzgerald encaja en el molde del tipo cargado de complejos e inseguro que es incapaz de reconocer haber escrito una obra maestra.
Hemingway siempre está deseoso de mostrar su fuerza y su poder, en cambio Fitzgerald, pese a su inveterada inclinación por buscar la fama y gustar a toda costa, aprende pronto que no hay otra cosa que el fracaso y la muerte. Mutatis mutandis se podría llevar esta dicotomía a su obra maestra. Daisy debe elegir entre su marido Tom Buchanan –con «un cuerpo capaz de grandes esfuerzos, un cuerpo cruel»– y Gatsby es descrito en cambio como un hombre «elegante», dotado de «una de esas raras sonrisas con una inagotable habilidad para tranquilizar». Que ambos modelos intenten llevarse como gran premio a Daisy no es fácil de congeniar con una lectura feminista actual, pero el estilo del idealista y sutil Gatsby bien podría situarse como el kilómetro cero de lo que hoy llamamos nuevas masculinidades.

Francis Scott Fitzgerald, autor de 'El gran Gatsby'. / EPE
Porque despertó la envidia (u otra cosa) en Ernest Hemingway. Pese a sus diferencias, tanto Hemingway como Fitzgerald mantuvieron una amistad genuina en los primeros tiempos, favorecida por parte del primero gracias a la incomprensible frialdad comercial y crítica con la que se recibió El gran Gatsby. Al fanfarrón Ernest, le costó más aceptar la favorable consideración pública de la novela –ya para siempre– a partir de 1945, cuando su antaño amigo ya se había destruido a sí mismo cinco años antes a golpe de alcohol mientras las nuevas novelas de Hemingway pasaban por las librerías sin pena ni gloria.
Mucho se ha especulado sobre la relación entre ambos y, a tenor de los muchos indicios desperdigados en las novelas de los dos, se ha llegado incluso a asegurar que Ernest y Scott fueron amantes. El biógrafo de ambos, Scott Donaldson, asegura que es imposible estar seguro de ello, aunque sea altamente improbable. Ahora bien, solo el mayor de los despechos (¿amorosos?) podría llevar a destilar tanto veneno contra el amigo como Hemingway destiló hacia Fitzgerald en París era una fiesta, sus memorias. Allí cuarenta años después, Ernest evoca, o inventa porque con él nunca se sabe, cómo certificó, condescendiente, a un angustiado Scott que el pene de este era normal, pero con ello prácticamente emasculó a Fitzgerald para la eternidad.
Porque prefigura todas las futuras tristezas de Fitzgerald. Gatsby, es sabido, acaba mal para la vida y muy bien para la literatura. Exactamente igual que su creador. Más dotado para el amor platónico que para el terrenal, el autor se inspiró en una antigua relación, anterior a su matrimonio, para dibujar a Daisy Buchanan, que «brilla como la plata, segura y orgullosa por encima de las acaloradas luchas de los pobres». Pero buena parte de las frases (aunque no sean muchas) que pronuncia Daisy proceden de Zelda Sayre, la inestable y esquizofrénica esposa, a la que obtuvo como un tesoro en la puja de la chica más deseada de la ciudad y junto a ella formó esa pareja hermosa y maldita que transfiguró en literatura.
El gran Gatsby tardó dos décadas en ser reconocida como la obra maestra es, cuando el escritor, machacado por el alcohol y la tuberculosis ya había fallecido a los 44 años. Fue la cumbre, el punto de inflexión respecto a su caída, con sus siguientes novelas ninguneadas por todos (entre ellas, la imprescindible y autobiográfica Suave es la noche), un paso por Hollywood que le amargó todavía más la existencia y, finalmente, un libro descarnado y póstumo como el Crack up. Nos queda el centenario Gatsby y hoy es imposible no sentir un estremecimiento de placer, nostalgia y elegante melancolía con su elegiaco final: «Y así seguimos adelante, botes contra la corriente, empujados sin descanso hacia el pasado».
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