Opinión | MANO DE PÁGINA

Crear lejos del yo

A sus 93 años, el pintor Cristino de Vera expone en París y recibe la Gran Distinción de Nivaria en Tenerife

El pintor tinerfeño Cristino de Vera.

El pintor tinerfeño Cristino de Vera. / Europa Press

«Mira, mi hermano, ¿tú sabes?, nunca hemos salido de Altamira; tenemos la misma necesidad de conjurar tantos miedos como los que ellos sentían por los bisontes», sostiene Cristino de Vera (Tenerife, 1931), al son de haber clausurado, a mediados de enero, su muestra El pintor del silencio, en el Instituto Cervantes de París, y recibido la Gran Distinción de Nivaria, del Cabildo de su isla natal.

«¿Y qué es eso de que somos creadores, los artistas ni nadie? Todos somos criaturas, nada más, fruto de la química y la física de cada padre y madre. Basta pasar un rato en el desierto, o en una playa vacía, o junto a un río apartado, para comprender lo ínfimo que resulta el ego. Somos espirituales, pero a muchos les pierde la codicia y la envidia, cuando lo más importante es aprender a erradicar la vanidad, esa terrible lacra que tantos estragos ocasiona en el arte actual», advierte De Vera, anteponiéndose en quitarse de en medio: «Siempre he sabido que sólo soy un mandado de mi propia existencia, y, por eso, siempre he intentado pintar lo más lejos posible de mi propio yo».

Consciente, con Dante, de que, si el infierno existe, allí solo arden los egos, se aleja del suyo doblemente: no sólo no hay una gota de egotismo en el interior de sus lienzos; ni siquiera la hay –algo muchísimo más infrecuente– en la mano que los pinta. Una de sus grandes bazas es conseguir que parezca que no hay nadie tras sus cuadros.

Absolutamente nadie (sino, acaso, todo el mundo), bajo el halo de su inconfundible misticismo de luz lloviznada misteriosamente, a la vez metafísico y matérico, expresionista e íntimo, cálido y hierático, plástico y en el chasis, cromado y radiográfico, tomándole el pulso, todo el tiempo, a la juntura exacta entre la vida y la muerte; o mejor dicho, a la vida interior de la muerte. Hombre prístino de veras, es curioso que el pintor del silencio sea tan locuaz. Habla en rizoma, como las raíces de muchos endemismos canarios, mientras se toma respiros, jalonando las frases con afecto cómplice: «¿Tú me entiendes, verdad, hermano?». 

«¿Tú sabes?, el infinito está en nuestro interior; por eso busco siempre que la luz surja del propio cuadro», explica, mientras dice compartir con Einstein su «fe relativa en el panteísmo de Spinoza», y que supo con Kant de «la necesidad de la bondad universal», así como que «el sueño profundo es el hermano gemelo de la muerte».

Coetáneo de todas las edades

Él se aprovecha de que la crítica lo tilde de «extemporáneo», para sentirse, más bien, coetáneo de todas las edades; y hablar, así, de sus pensadores y artistas predilectos (san Juan de la Cruz y Fray Angélico, Francisco de Zurbarán y Juan Sebastián Bach, El Greco y María Zambrano, Buda –«de quien aprendí a ahuyentar el dolor»- …) como si los conociera de toda la vida, y los estuviera viendo desfilar, en plena levitación, por el pasillo de su casa madrileña de Chamberí. 

Sus límpidos y amables cráneos (que igual podrían servir de gánigos para tomar el vino, como de invitados para compartirlo) se sitúan siempre en algún lugar de la frontera exacta entre el más allá y el más acá, con clara procedencia de la célebre letanía de T. S. Eliot: «En mi principio está mi fin». Para sus creaciones, no hay distingos entre la cuna y el camposanto que les aguarda, a él mismo y, uno tras otro, a todos sus congéneres. «Parece mentira que no se estén dando cuenta», parece mascullar en silencio, como con esa almendra imaginaria que parecen roer en sus bocas los ancianos.

«La finalidad del arte, por su aproximación terrible y contradictoria a la belleza, es aprender a morir», sentencia. «Si esto lo tenía claro desde muy joven, imagínate ahora», dice, mientras celebra contar, con los años, con muchísimo más tiempo para ejercer una de sus aficiones predilectas: colocarse unos cascos de oír música sin sonido alguno, para escuchar el silencio. «Hazme caso: si alguna vez tienes un problema, por grande que este sea, ponte unos cascos sin conexión alguna, en un lugar apartado, y escucha el silencio; verás qué pronto desaparece… ¿Tú me entiendes, verdad, hermano?».