CRÍTICA

‘Melmoth el errabundo’, de Charles R. Maturin: espejo del tiempo oscuro

Estamos ante una novela tan moderna y necesaria como hace dos siglos

Charles R. Maturin, autor de 'Melmoth el errabundo'.

Charles R. Maturin, autor de 'Melmoth el errabundo'. / EPE

Lorenzo Luengo

Charles R. Maturin (Dublín, 1782-1824) -clérigo y antepasado indirecto de Oscar Wilde, que, desterrado en París, adoptó el apellido de su demonio errante- comenzó Melmoth el errabundo hacia 1818, dos años después del éxito de una obra dramática que Byron recomendó a la dirección del teatro Drury Lane. Casi toda la escribió en la biblioteca Marsh, cerca de la iglesia de Saint Patrick, donde se le brindó el privilegio de una mesita construida para él. La escritura fue tortuosa por las presiones de su editor, cuya insistencia determinó la estructura laberíntica de lo que a la larga se consideró una de las obras maestras de la novela gótica.

Es verdad que las prisas por entregarla obligaron a que se desentendiese de una trama demasiado elaborada. Pero lo que los primeros críticos describieron como «una torpe confusión que deshonra al artista y desconcierta al lector» (John W. Croker, en Quarterly Review, 1821) y otros posteriores desestimaron por su «indisciplina», sus «deficiencias» y su «incoherencia» -los entrecomillados pertenecen a la crítica de inicios del siglo XX- ha terminado por ocupar su lugar entre los clásicos de una literatura a la que no se le hace ningún favor si se la reduce a una categoría subordinada. 

Pese a los recelos de los críticos, es en lo que tiene de aparentemente tortuosa donde radica parte de sus aciertos y uno de sus encantos. Los relatos entrelazados parecen haber recibido la influencia directa de Chaucer (Los cuentos de Canterbury) y El Decamerón, aunque es posible que Maturin leyera la edición original (en francés) de Manuscrito encontrado en Zaragoza y su éxito lo animara a imitar un esquema de narraciones improvisadas. De esa forma cumplió con su editor y al mismo tiempo creó una obra convoluta tan fascinante como los mejores pasajes de Las mil y una noches.

La historia empieza también con un manuscrito: el que John Melmoth halla en la casa familiar de Wicklow, entre papeles de su tío, donde se relata la historia de un caballero inglés, Stanton. Casi a renglón seguido, un naufragio cerca de su casa lleva a Melmoth a conocer la historia de su único superviviente, el español Moncada, y también las historias que este ha escuchado en las mazmorras de la Inquisición (el relato de los Indios, el relato de la familia de Guzmán y el relato de los Amantes).

Inquietante acertijo

Que la novela se empiece a alejar aquí de lo que entendemos por realidad es uno de esos atractivos que los lectores tardaron en estimar -la crítica, ya muy entrado el siglo XX-; pero el rapto de genio de Maturin consiste en esconder astutamente las motivaciones, la identidad, la naturaleza del protagonista, y, pese a poner ante nuestra mirada a un personaje que parece congelado en unos simples rasgos, algo va arrojando sobre él una luz misteriosa que convierte al errabundo en un inquietante acertijo, cuya solución (tras una serie de giros) solo tiene lugar en las páginas dedicadas a glosar «el sueño del errabundo».

Maturin se sabía algo más que un mero ciudadano de un país: era el huésped -como Edgard Allan Poe- de todo un universo

Independientemente de las veces que leamos este libro encantador -y uso la palabra también en su sentido de «encantamiento»-, nunca dejará de sorprendernos que ese antepasado de John nacido en el siglo XVII, Melmoth el Viajero, siga vivo todavía en 1816 y que su sombra la hayan visto pasar por la casa familiar los aterrorizados miembros del servicio doméstico. Tampoco dejará de estremecernos (y lo digo sin exageración) lo que gradualmente se desprende de ello.

Hay un detalle más. En la revista Edinburgh Review (1821), un reseñador anónimo acusó a Maturin de escribir una obra «antipatriótica, antinacional, jacobina», maliciosamente inspirada por una «influencia extranjera». Pero su narración sincopada (casi un arquetipo del cutup de William Burroughs), su textura angulosa, su superficie rota en tantos sitios reflejaban algo mayor que la lengua y el sentimiento de un país embelesado por su tradición: en esa vasta cacofonía barroca, en esa arquitectura retorcida que, girando en ángulos forzados, se persigue inútilmente a sí misma, asoma el rostro del mundo inestable y desfragmentado que siguió a la locura napoleónica.

Maturin se sabía algo más que un mero ciudadano de un país: era el huésped -como Edgard Allan Poe- de todo un universo. Sobre la superficie hecha añicos de esa novela indescifrable pintó, con más sombras que luces, el fulgor de una civilización en caída libre. Y tal vez por eso Melmoth el errabundo siga siendo una obra moderna y necesaria.

Melmoth el errabundo

Charles Robert Maturin 

Traducción de Francisco Torres Oliver

Valdemar

756 páginas. 36,50 euros