Opinión | COMPLICIDADES
Desapariciones
A lo mejor el arte no es nada más que un intento desesperado por devolver a la vida lo que ha desaparecido para nunca más volver

Cuerpo de serenos de Barcelona, en 1920. / EPE
La vida, bien mirado, es un catálogo de desapariciones. También, de apariciones, qué duda cabe, pero suelen pesar más las cosas que desaparecen, porque son el anuncio de que algún día nosotros pasaremos a formar parte de ese catálogo de ausencias. Cosas que se van –y cosas que vienen–, cosas que se cuelan por el desagüe del tiempo y que no volvemos a ver, cosas que pasan al otro lado del espejo.
Con la edad, por más sustitutos que les descubramos a nuestras desapariciones, tendemos a creer que nada podrá sustituir a lo desaparecido. Lo que existía antes era mejor, porque nosotros nacimos a la existencia –como quien dice– con todo ello, y a medida que nuestro paisaje se esfuma se diría que nosotros nos esfumamos con él. En cierto sentido, la pérdida constituye el sistema de funcionamiento de nuestra vida.
No es que desee ponerme nostálgico y llorón: es que la literatura está hecha por lo común de memoria, y la memoria tiende al llanto y la nostalgia. Se canta lo que se pierde, dijo un gran poeta. De modo que no nos queda otra que cantar.
Cuando hablo de desapariciones no me refiero a las grandes pérdidas que padecemos: a todos a los que hemos amado alguna vez y ya no están a nuestro lado. Estoy hablando de las pequeñas pérdidas que se acumulan en nuestro censo de objetos desaparecidos, algo que cada cual acarrea sobre sus espaldas por el mundo, una maleta invisible de cacharrería sentimental que empujamos de estación en estación.
Nos han cerrado los bares que nunca pensábamos que podían cerrar. Se han jubilado los cocineros que jamás pensábamos que se jubilarían, y sus restaurantes han cerrado también. En las tiendas en las que comprábamos ropa ahora hay una franquicia de comida italiana. La ferretería mágica con centenares de pequeños cajones de madera que contenían tornillos, y tuercas, y remaches, y roscas, ahora es un comercio de bollería industrial. La lista de suplantaciones, de usurpaciones, resulta interminable.
Antes había serenos –los recuerdo envueltos en bruma, y escucho aún su cantinela de las doce y sereno–, y había aguadores que paseaban por los pueblos sus mulos cargados de cántaros con agua de las mejores fuentes de la contornada, y había afiladores que llegaban a lomos de una motocicleta petardista y que se anunciaban soplando una diminuta flauta de pan, como una quena andina, pero de plástico español. Antes había telegramas, y Pepe Caballero Bonald escribió su mitológico mensaje, para su mujer, desde Colombia, cuando enfermó de fiebres palúdicas: "Pepa, Pepe pupa".
A lo mejor el arte no es nada más que un intento desesperado por devolver a la vida, durante un desesperado instante, lo que ha desaparecido para nunca más volver.
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