REPORTAJE SAN VALENTÍN
De qué no hablamos cuando hablamos de amor
Las regulaciones no impiden la banalización de los (des)encuentros. En la estela de Roland Barthes y Jacques Lacan, para las psicoanalistas Anne Dufourmantelle y Alexandra Kohan, “el amor se ríe por no saber”

Dos jóvenes enamorados colocan su 'candado del amor' en un puente de París. / EFE
“Enamorarse es caer y que parezca un vuelo”, sostiene la poeta argentina Susana Villalba. To fall in love, dicen, de hecho, los ingleses; tomber amoureux, se lee en francés. Que pueda tratarse de caída libre, e incluir episodios dialécticos de lucha libre, o encestes de rebote en estilo libre indirecto, se debe, justamente, a la imposibilidad del amor-libre, ese oxímoron impracticable, en las antípodas del libre amor.
Para empezar, es imprescindible reservar habitación o mesa para tres, toda vez que “Eros es siempre una historia en la que interactúan el amante, el amado y la diferencia entre ellos. Conlleva una carga emocional a la vez detestable y deliciosa y emite una luz como la del conocimiento”, advierte la escritora canadiense Anne Carson (Premio Princesa de Asturias de las Letras en 2020), en Eros el dulce-amargo. “Eros es expropiación”, en tanto que “el amor no ocurre sin una pérdida del Yo vital”, agrega, para observar su dualidad irreductible: “Es la simultaneidad del placer y el dolor”; “Eros se balancea sobre el eje de una paradoja: la ausencia y la presencia, el amor y el odio, su energía motriz”. Y siempre ocurre que “en esta danza la gente no se mueve. Se mueve el deseo. Eros es un verbo”.
Amor y desamor conforman ya una pareja de hecho, si no es que este es la osamenta misma de aquel. El amor es “el des(encuentro) contingente entre dos diferencias”, define el filósofo franco-marroquí Alain Badiou, en Elogio del amor. “El amor es una euforia expectante, que no admite teoría: al mismo tiempo que se dice, se hace”, explica la psicoanalista argentina Alexandra Kohan, en su enjundioso tratado Y sin embargo, el amor, donde se concluye que, ya sea a título vitalicio o en una escapada de finde a la isla de Citerea, el amor dura exactamente lo que dura “la más íntima y franca risa” entre los amantes.
Regulaciones y (des)encuentros
Es significativo que, a medida que se extiende el convencimiento sobre la verdadera existencia del amor, y se liberalizan formalmente los modos de vivenciarlo, se incrementen las regulaciones y se enrarezcan y banalicen los (des)encuentros. No siempre se creyó que existiera. Stendhal, por ejemplo, señalaba que lo que llamamos amor no es más que “la transfiguración de la imagen real del otro, a fuerza de proyectar en él inexistentes perfecciones”; no más que una quimera en vías de desolación, que vendría a ser su revelado.
Ni los móviles se muestran ya, en principio, tan siniestros como los que antaño hacían mascullar a Baudelaire que eran sólo las punzadas de la soledad conminando a “invadir una carne ajena". O, para Nietzsche, mera conjura o armisticio en “el odio mortal entre los sexos”. O hacían refunfuñar a Schopenhauer que sólo se puede amar al mejor postor para la propia reproducción.
Hoy está más aceptada la veracidad del “acontecimiento del amor”, capaz de transformar a los amantes
Por contra, hoy está más aceptada la veracidad del “acontecimiento del amor”, capaz de transformar a los amantes. Al punto de provocarnos “una libertad que no permite volver atrás”, pues “nos inventa otro tiempo, a partir de lo cual otro mundo, otra mirada se inaugura”, afirma la psicoanalista francesa Anne Dufourmantelle, en su En caso de amor, recién publicado en España.
Los móviles son tan diversos e insondables como cada “singularidad”; y, por eso mismo, el amor sólo puede darse desde “la desposesión” y la asunción del “riesgo, desde la duda y la fragilidad”, valores que, reconoce, hoy no están en alza. Sólo desde “la pérdida de tiempo” puede ganarse el tempo del amor, que es la “irrupción de lo inédito”, un antídoto contra la imposición de “una vida de restricciones, sacrificial, neurótica, desapasionada”, define, para constatar que “la esclavitud nunca ha sido tan voluntaria como ahora”.
“Estar en el mercado”
Es sintomática la expresión coloquial de “estar en el mercado” para indicar que se está en predisposición de iniciar una nueva aventura, como si el amor proviniera de una especulación bursátil o, más comúnmente, de un mercado de abastos. O, con mayor concreción, parece buscarse en el amor la inscripción en una compañía aseguradora. Vivimos atenazados por “el mercado mundial de reaseguramiento”, cuando lo sustancial en el amor es el “riesgo, abrirnos a un espacio desconocido”, subraya Dufourmantelle.
Todo lo contrario del imperativo de “tengan precaución”, que se escucha a diario machaconamente, incluso en los partes meteorológicos. Alain Badiou repara en el efecto neutralizador sobre el amor de esa ubicua normativa. Al analizar los eslóganes de algunos sitios web de citas, el filósofo observa cómo ofrecen el amor-sin, que mucho más lejos que el refrescante cero-cero, sin azúcar y sin cafeína, garantizan que se puede estar enamorado sin “caer en el amor”.
“Se nos quiere hacer creer, a toda costa, que se puede amar sin sufrir, y eso es un imposible”, explica Alexandra Kohan
“Se nos quiere hacer creer, a toda costa, que se puede amar sin sufrir, y eso es un imposible”, explica Alexandra Kohan, al tiempo que analiza el perverso modo en que “se uniformiza lo diverso hasta convertirlo en objeto de consumo”. De un lado, se admite “lo raro”, todo aquello que se sale de lo “esperable”, pero, en el mismo gesto, es asumido y etiquetado como una novedosa mercancía, “natural y esperable”, explica, aludiendo a este cabal diagnóstico de Alan Pauls: “Lo que se nos ofrece son parodias de libertad que imponen la coacción en nombre de la transgresión y el deseo”.
Kohan critica también cómo, en la actual “medicalización de la vida”, se tiende a considerar “tóxica” cualquier relación que nos saque mínimamente de nuestra zona de confort, cuando el amor es en sí mismo pura toxicidad: “enamorarse es estar intoxicado de amor; Eros es phármakon, que es remedio y veneno a la vez”. El problema radica en lo que el filósofo italiano Bifo Berardi llama la imperante “ideología felicista”, en la que no tiene cabida el menor malestar (el ubicuo Sé feliz sin que nadie te lo impida, No hay que complicarse la vida, etcétera), de tal suerte que “vivimos en una época en la que el sufrimiento y la angustia se patologizan”, agrega Kohan, como si un cierto bienestar en el limbo, e, incluso, en la incultura, le hubiese tomado el relevo al siempre “indisociable y necesario malestar en la cultura” .
“Estar feliz de vivir”
Lo paradójico es que, mientras se busca “visibilizar posiciones sobre la regulación de los cuerpos, se están reproduciendo mecanismos disciplinares que instan a vivir sin incomodidad”. Otro contrasentido es que, para muchos, “terminar una relación es un fracaso, y, en cambio, no lo es mantener una relación duradera, aunque sea de manera infeliz”. En lugar de “vivir feliz”, como pregonan los manuales de autoayuda, se trataría de “estar feliz de vivir”, lo que implica “aceptar la fragilidad sin garantías”, y los “agujereos” de un amor que nos descoloca siempre; las erosiones de un Eros que “es, a la vez el brillo y su caída, la iluminación y las sombras”.
Alan Pauls: “Lo que se nos ofrece son parodias de libertad que imponen la coacción en nombre de la transgresión y el deseo”
Remedando a Roland Barthes, expresa que “desear es un verbo intransitivo”, como si el enamoramiento fuese del amor mismo, y, para constatarlo, precisáramos “que el otro se muestre presente y dando, justamente, signos de amor”. En ese sentido, las tensiones no parecen haberse aliviado mucho con las nuevas tecnologías. Al contrario. Si el autor de Fragmentos de un discurso amoroso dedicó elocuentes disquisiciones al papel determinante del teléfono en las relaciones (des)amorosas, la ansiedad de la expectación se multiplica con el móvil. Al cabo, antaño era el aparato el que comunicaba, pero ahora lo hace quien se encuentra al otro lado, en ningún lugar fijo, mientras permanece obscenamente en línea, y ahora, del retraso de un email o un whatsapp, no se le puede echar la culpa al cartero.
La espera de la llamada del amado o de la amada nos genera “la misma angustia” que si aguardáramos por el rescate “una noche en el bosque”, observó Barthes; “nos petrifica, inmovilizados en el sillón al alcance del teléfono, sin hacer nada”. En cambio, ahora, apunta Kohan, “resulta cómica y mucho más aparatosa la situación de la espera”, inmovilizados todo el tiempo portando el móvil.
Así pues, el amor es irreductiblemente tragicómico (como el de Calixto y Melibea o el de los amantes de Teruel). Lo atraviesan siniestras sombras, impases que vibran y, sobre todo, incógnitas. Para Lacan, de un lado, “el drama del amor consiste en que lo que le falta a uno no es lo que el otro tiene”; pero, más al fondo, “es curioso ver hasta qué punto el amor sólo lo percibimos desde toda clase de muros que lo ahogan, muros románticos, cuando el amor es esencialmente cómico”.
Inquieta ponderar la pregunta retórica que formulara la novelista Sara Gallardo: “Pero, todo amor, desde el primer encuentro, ¿no es sólo una despedida insuficiente?”. Sin embargo, el espacio puede llegar a ser mucho más abisal; tanto como sugiere esta irreductible alianza que nos legó Louis Ferdinand Céline en su Viaje al fin de la noche: “El amor es el infinito al alcance de los perros”.
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