CRÍTICA

'La estatua', de Günter Grass: un mensaje cifrado

Lo más interesante de este inédito es la habilidad con la que el Nobel se decide a escamotearnos la mayor parte de lo que se nos ofrece

El escritor Günter Grass.

El escritor Günter Grass. / EFE

La despedida de la literatura de Günter Grass (Dánzig, actual Gdansk, Polonia,1927-Lübeck, Alemania, 2015) –aunque en estos asuntos conviene ir con mucho tiento–, maestro indiscutido de la fábula, el desborde narrativo y el despliegue de una sensorialidad casi jugosa, es una miniatura donde se rinde homenaje al papel: ese espacio donde, como se repite en varias ocasiones, todo es posible.

Y el papel y la imaginación se alían en La estatua para ofrecer un curioso trávelin: arranca con una invitación, que Grass y su esposa reciben, para cruzar el Muro de Berlín y leer pasajes de sus libros. Sigue con la habilidad en un tiempo gris de imaginar que se invita a cenar a personajes medievales. Se sigue invitando a cenar (sobre el papel) a los padres de Alemania, para ofrecerles una combinación de manjares de nuestro tiempo (patatas, Coca-Cola), pero quienes se presentan no son los fundadores, sino gente de la calle que sirvió de modelo para sus estatuas.

Estamos ante un aparatoso y fascinante laberinto en miniatura que emite desde la muerte quien en vida fue profeta de todos los excesos

Establecido el contacto, el tiempo pasa y Grass sigue buscando, encontrando y perdiendo a la muchacha (muy guapa, claro está) que sirvió de modelo para la estatua de Uta de Naumburgo, considerada por Umberto Eco la mujer más fascinante de la Edad Media... Y llegados a este punto nos vemos obligados a reconocer con Grass que, desde luego, sobre el papel la imaginación es capaz de cualquier cosa, pero que cuando todo es posible es muy importante determinar con cierta precisión qué diantres tratamos de conseguir.

Saltos de la realidad a la historia

Porque lo más interesante de La estatua es la habilidad con la que Grass se decide a escamotearnos la mayor parte de lo que se nos ofrece. Con todos sus saltos de la realidad a la historia, de la historia a su fantasía y de la fantasía de la historia a la imaginación del relato termina desdibujándose si Grass le está escribiendo una declaración de amor a las facultades cambiantes de la literatura, levantando acta de la pervivencia nostálgica del erotismo (que transita del idealismo a la explotación a una velocidad que obliga a leer dos veces) en la vejez o purgando una pasión (tras una cascada colorida de velos literarios) concreta por una mujer que imaginamos concreta hasta lo desgarrador.

Es posible que la pasión no se consumase (o eso nos asegura Grass cada vez que el relato nos empuja hacia esta conclusión: "no hubo cama"), pero la serena atmósfera con la que arranca La estatua se encona en un juego de remordimientos dirigidos (es un decir) a su esposa, Ute. Ute, tan única, según el novelista, como única era Uta (se refiera a la estatua, a su modelo, a la patriarca o la prostituta).

Tanta ambigüedad prolongada me remite a las vueltas y quiebros de la narradora de Otra vuelta de tuerca, cuya subyugación inducida le impide mirar con claridad a su alrededor. Claro que Grass es cualquier cosa menos una institutriz victoriana virgen. El maestro sabrá sus motivos, a mí no me queda otra que invitarles a perderse en este aparatoso y fascinante laberinto en miniatura que emite desde la muerte quien en vida fue en vida un profeta de todos los excesos.

'La estatua'

Günter Grass

Traducción de Carlos Fortea Gil

Alfaguara

80 páginas. 16,90 €