Opinión | PERIFÉRICOS Y CONSUMIBLES
Hija mía, antes todo esto era campus
Yo quise ser David Lodge. Profundo sin que se notara. Divertido pero que se dijera que mi humor era inteligente

El escritor David Lodge, fallecido el pasado 1 de enero. / Ricard Cugat
Hoy vengo a contarte mi vida. A sincerarme contigo, hipotenso lector, hipotensa lectora, hipotense (Hannibal) lecter, mi hermano, mi semejante. Acudo a esta página con la intención más perversa que puede mover al columnista hodierno: convertirse en protagonista de su columna, practicar en ella el arte del yoyó, hurgar en su memoria con la cucharita de la nostalgia y dejar en ella los restos fosilizados de una historia que quise que fuera, de una vida que tal vez no fue.
Me planto en mitad de la plaza del mundo para gritar a los cuatro vientos por qué soy lo que soy, por qué vivo como vivo, qué me construyó, a quién pedirle cuentas por haberme convertido –a estas alturas– en lo que me he convertido. Irremediablemente.
Yo –ya está aquí el pronombre fatídico– se lo debo todo a David Lodge. El 1 de enero falleció el erudito inglés, el novelista, el profesor de las cosas literarias, el indagador en el arte de la ficción, el fino humorista. Dicen de él que era un maestro del humor inglés. Sea (que significa mar). Que ha sido un modelo para la sátira, para la narración posmoderna, para la crítica de costumbres. Sin duda, sin duda.
Todo esto está en sus novelas más conocidas: El mundo es un pañuelo, Intercambios, Buen trabajo. Y también en Pensamientos secretos, en Terapia y en Trapos sucios. A Lodge, por cierto, terminó por tratarle regular la industria editorial. Quedó al final arrinconadito porque sí pero no.
Pero a mí sí. A mí sí me dio la vida. Yo quise ser David Lodge. Quería ser profundo pero que no se notara. Divertido, pero que se dijera de mí que tenía un humor inteligente. Erudito pero que sonara superficial, por joder a los intelectuales serios y tristes y peñazos. Yo quería que mis lectores fueran más inteligentes que yo. Mucho más. Y que pillaran mis chistes a la primera, como si tal cosa, pero los dejaran pasar solo por el placer de mirarlos de reojo.
Yo quería enseñar literatura como lo hacía Lodge. Él me enseñó a no diferenciar la ficción de la teoría, a hacer crítica en cada línea literaria, a hacer literatura en cada párrafo de teoría. A salir del castillo. Y a reírme de mí mismo, de mi mundo y de mi mundillo. Porque Lodge se aplicó aquello de «nosce te ipsum». Y a mí me gustaría conseguirlo. Y aprender más. Y enseñar mejor. Yo soy aquel que leyó a David Lodge y se sintió un poco más listo y un poco más tonto. Y, como Forrest Gump, un día comencé a correr y desde entonces no he parado. Y correr era vivir. Y vivir era reír. Y el mundo, claro, era un pañuelo donde secarnos las lágrimas producidas por el dolor y por la risa.
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