Opinión | ISLAS A LA DERIVA
El oficio, notas sueltas (5)
‘Aprende a escribir’, de Álvaro Colomer, reúne hábitos de casi un centenar de escritores hispanohablantes que convergen en un solo mantra: constancia

El escritor británico Graham Greene. / EPE
Gracias a la revista The Paris Review, fundada en la primavera de 1953, sabemos que Vladímir Nabokov escribía sus novelas a fragmentos, en fichas Bristol rayadas y con lápices bien afilados de mina no demasiado dura, con goma de borrar en el otro extremo. Las legendarias entrevistas de la publicación fueron, en efecto, precursoras del husmeo en los usos y costumbres de los autores, en desentrañar sus hábitos de trabajo, manías y fetichismos, un sendero que transita la nueva y jugosa obra del escritor y periodista Álvaro Colomer, Aprende a escribir (Debate), la destilación minuciosa de casi un centenar de entrevistas publicadas en Zenda entre octubre de 2020 y noviembre de 2023. Casi un siglo abarcan los testimonios de los escritores, todos hispanohablantes salvo el lusófono Gonçalo M. Tavares. Un libro de toma pan y moja para letraheridos.
Jordi Soler duerme con una libreta en la mesilla de noche por si entresaca alguna idea del sueño. Carlos Zanón se levanta a las seis de la mañana y trabaja en pijama. Las novelas de la argentina Claudia Piñeiro parten siempre de una imagen detonadora. Aixa de la Cruz practica la meditación. Tanto Eduardo Halfon como Luis Landero suelen leer un par de horas antes de meterse en harina con el fin de ponerse a tono, calentar motores, sentir cómo se les inocula la literatura en el cuerpo.
El mexicano Juan Villoro se bebe tres tazas hasta arriba de café americano antes de asomarse a la página en blanco, mientras que su compatriota Élmer Mendoza prefiere el té verde y hablar con Dios. Héctor Abad Faciolince confiesa que toma Ritalina por prescripción médica, unas pastillas que aumentan la capacidad de concentración. Sara Mesa escribe bien apretadito, con un cuerpo de letra 11 e interlineado simple. Juan Tallón lo hace sobre una mesa de nogal que le talló su padre con sus propias manos. Julia Navarro no habla con nadie del proyecto que lleve entre manos, ni siquiera con su editor. Y Luna Miguel dice que se masturba antes de abalanzarse sobre el teclado.
Que ningún lector espere, sin embargo, sonsacar en estas páginas el bálsamo de Fierabrás, la fórmula magistral para pergeñar un best seller en 30 días. No existen recetas ni atajos salvo lo que Leonardo Padura denomina las «horas nalgas»; esto es, amarrar las posaderas al duro banco. La práctica totalidad de los escritores con quienes Colomer se entrevistó admiten que la disciplina es la clave de bóveda del oficio. Yunque y martillo, cepillo y viruta. La inmensa mayoría se construye una rutina a la medida, algún sistema particular que acaba subsumido en solo dos procedimientos: el que se asienta en el tiempo y el que lo hace en el espacio.
Me explico: el método Leonard Woolf, el que practica Martín Caparrós, estriba en dedicar a la escritura creativa solo tres horas pero de absoluta concentración y aislamiento, como hacía el marido de Virginia; tres horas de picapedrero en el escritorio (nada de móvil, musarañas ni partidas al solitario). O bien el método Graham Greene, el que enarbola Ricardo Menéndez Salmon, consistente en escribir un cupo exacto de 500 palabras cada día, llueva o caiga el sol a cachos, y seguirlo a rajatabla para no cortar el cordón umbilical que une el cerebro a la novela en curso. Si se enfría el guiso, miau. (El autor de El poder y la gloria también se premiaba luego con un Glenfiddich, su whisky favorito).
Para los días malos en uno u otro sistema, queda el truco Bioy Casares que emplea Enrique Vila-Matas: convencerse de que siempre existe un «agujerito» para escapar del atolladero narrativo, para encontrar la solución a la escena atascada y volver a teclear hasta que ardan las yemas de los dedos.
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