Opinión | FE DE ERRORES
Todo de 'Nada'
Mis últimas experiencias de 2024 como espectador, en las que han ido de la mano narrativa y teatro, me han dejado huella

Una escena de la adaptación teatral de la novela de Carmen Laforet 'Nada' realizada por Joan Yago. / EPE
La pasión por el teatro es de las que nunca nos abandonan. En mi caso, desde que a finales de los sesenta dirigí un grupo que tuvo la osadía de estrenar en España dos piezas de Max Aub exiliado en México: Dramoncillo y Los muertos, de lo que se da noticia en el libro Aproximación al teatro español universitario (TEU) compilado por Luciano García Lorenzo para el CSIC en 1999. Y qué decir de la “pasión novelística”, por llamarla de algún modo. También ha pasado medio siglo desque que una juvenil tesina de grado sobre El Jarama de Rafael Sánchez Ferlosio se convirtiera sorprendentemente en mi primer libro de crítica literaria publicado en 1973.
Vienen estas confesiones personales a cuento por la huella que me han dejado mis últimas experiencias de 2024 como espectador, en las que han ido de la mano, precisamente, narrativa y teatro. Se trata de sendas manifestaciones de esa conexión y fluencia entre las dos artes que se encuadra en lo que teóricos de la cultura y la comunicación como Henry Jenkins han dado en denominar transmedialidad para referirse a cómo un relato puede expresarse en distintos medios que, conforme a sus propios códigos, lo presenten, lo interpreten y, en el mejor de los casos, lo enriquezcan para disfrute de sus destinatarios.
Tales convergencias se dan hoy por hoy, incluso más intensamente que en épocas anteriores, entre literatura, teatro y cine, pero también entran en el juego la ópera, el ballet, el cómic, las series de televisión, los videojuegos, las propias artes plásticas, la música incluso. Y en lo que más me interesa, desde La Celestina hasta, por caso, Luces de bohemia, cuya última representación dirigida por Eduardo Vasco me ha parecido magnífica, antes de hablar de transmedialidad hay que registrar otros muchos ejemplos extraordinarios de cómo una historia se puede “narrar” al “modo dramático” -es decir: tan solo dialogadamente- no sin que ello plantee, por el dinamismo de las situaciones y la labilidad de las escenas, serios problemas para la representación teatral.
En el caso de Galdós, amén de sus novelas teatrales Realidad y Casandra, en las que no hay narrador y todo se fía al diálogo de los personajes, sí que podemos hablar de transmedialidad a propósito de El abuelo, que después de su publicación primera en 1887, el propio autor la estrenó en el Teatro Español, hace ahora ciento veinte años, como pieza dramática en cinco actos. Pero, sin duda, el ejemplo más sobresaliente de semejantes operaciones lo representa la versión dramática de Cinco horas con Mario, elaborada por el propio Miguel Delibes, junto a Josefina Molina y José Sámano, y estrenada en 1979, que sigue en cartel hasta el presente de la mano de su protagonista, la actriz Lola Herrera.
Bien es cierto que el texto novelístico, publicado trece años antes, favorecía este ejercicio sumamente exitoso de transmedialidad narrativo-teatral, pues la historia contada allí y representada soberbiamente por la actriz es transmitida a través de un largo monólogo de la protagonista, Carmen, que vela durante una noche a su esposo de cuerpo presente.
Transmedialidad
En el Teatro de la Abadía se ha representado este otoño una adaptación del relato Talpa, incluido por Juan Rulfo en El llano en llamas. Los responsables de la dramaturgia, Jaime Santos y Ana Luz de Andrés, que interviene también como única actriz en escena, han preferido titular la función con el nombre de Natalia, la esposa de Tanilo Santos, al que ella, junto con el hermano de él -que es quien narra-, lo llevan, moribundo, en peregrinación a la Virgen de Talpa para que lo sane milagrosamente. Pero la transmedialidad incluye aquí otras dos expresiones artísticas más: el guiñol y la pantomima.
Las palabras que el autor pone en boca del narrador, al que unen lazos amorosos con Natalia y el deseo finalmente cumplido de que Tanilo muera, están reducidas al mínimo, y nos llegan por su voz en off, mientras que el relato se sustancia espléndidamente mediante la interacción de tres marionetas, correspondientes al trío de personajes, y el cuerpo, los gestos y el movimiento de la intérprete callada que hace el papel de Natalia.
Esta misma temporada ha alcanzado considerable éxito de crítica y público el estreno de Nada, la adaptación de la novela de Carmen Laforet realizada por Joan Yago y dirigida en el María Guerrero por Beatriz Jaén. Ochenta años después de que la entonces veinteañera escritora ganase con su opus primum nada más y nada menos que el premio Nadal, a lo largo de tres horas se ponía en escena la historia de Andrea, la muchacha que llega a la ciudad derrotada de la posguerra para estudiar en la universidad acogida por su extraña familia barcelonesa. Quizá mejor deberíamos decir “intrahistoria”, pues no se trataba en modo alguno de una novela de acontecimientos, sino de personaje.
Al margen del contenido de la función en la que acabará resonando como de máxima actualidad la sororidad de la relación entre la protagonista y su compañera de estudios Ena, extraño también fue para mí el tratamiento que el adaptador aplica al texto narrativo de que parte. La novela de Laforet está escrita en primera persona, de modo que la protagonista es también narradora.
Y, sorprendentemente, también actúa como tal en el escenario, lo que explica la considerable duración del espectáculo, así como la proeza mnemotécnica de la actriz protagonista, Júlia Roch, que no solo interviene en los diálogos que están en el hipotexto novelístico y nos transmite la psiconarración de sus pensamientos y sensaciones, sino que describe las escenas que estamos viendo los espectadores, en una especia de redundancia o pleonasmo que en cierto modo desactiva la teatralidad esperable en el proceso transmedial al que el público asiste.
Y como uno más entre los espectadores de esta versión dramática de Nada que parece pretender darnos todo lo que hemos leído ya en la novela, también me ha quedado la duda de si semejante planteamiento no ha podido deslucir, o incluso desactivar, al menos en parte, la dramaticidad de las confidencias con que Andrea encarna el contraste entre las expectativas de su vida en agraz y la frustración existencialista del universo familiar en torno.
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