Opinión | MANO DE PÁGINA
Pacífico Macondo
El pueblo que Gabo plasmó en ‘Cien años de soledad’ se encuentra en las contrastadas calles de Colombia

Una joven disfruta en el Mariposario Andoke, en Cali (Colombia). / EPE
La más real y mágica versión de Cien años (¡o 525!) de soledad no precisa de pantalla, sino que se encuentra, ella solita, en las contrastadas calles de Colombia, donde las huestes de Remedios la Bella, por ejemplo, deben descender de los celajes para llegar a fin de mes. Ya lo dijo Gabriel García Márquez en su discurso del Nobel: que, como en una reconquista de los textos de los conquistadores, lo suyo es «la crónica rigurosa que, sin embargo, parece una aventura de la imaginación».
Y, si una de sus habilidades proverbiales es hacer que el mar se huela sin que se vea, a lo largo de una equidistante franja interior de su Caribe natal, desde Cartagena hasta Ríohacha, el mismo recorrido imaginario puede hacerse junto al otro mar, en el valle del Cauca, una ancha hondonada, cuajada de reservas naturales y «pueblos mágicos», a espaldas del puerto de Buenaventura, de los de mayor trasiego del Pacífico latinoamericano.
Si un caleño, de la capital, anuncia que se va a «la costa», se le entenderá que marcha al Caribe, a más de mil kilómetros, en vez de al próximo litoral oceánico. La salsa les llegó desde allí, a mediados del siglo pasado; pero, con el doble cruce de los locales ritmos afro y los llegados, en los buques cargueros, desde Nueva York y La Habana, adquirió el peculiar ritmo vertiginoso, torsos morenos entrecogidos a la velocidad de la luz, que hizo de ella su principal seña de identidad.
En el exterior de la Biblioteca del Centenario, la más importante de la Sucursal del Cielo (propicio sobrenombre de Santiago de Cali), cuelga un mural con los principales personajes de la novela, obra de Ricardo Bermúdez, en el que se ve al propio Gabo sacándolos de las hojas de su máquina de escribir, como pañuelos de una chistera, y que se titula con el dicho popular del narrador: Apártense vacas que la vida es corta.
Pero, más rayano en el magicismo realista es que, en el popular mercado de La Alameda, la gente haga largas colas tras el cartel con la oferta del día: «muchachos rellenos». Y que el vendedor del puesto aledaño que te lo aclara (una carne de res muy trufada, típica de las Navidades) te advierta de que él, a su vez, promociona el nudismo: «Vendo fritangas: tangas-free».
En las afueras de Cali, en el Mariposario Andoke, las mariposas amarillas conviven con larvas incubadas, que terminarán revoloteando en todos los colores. Y, cada agosto, la ciudad acoge el Petronio Álvarez, el festival afro más importante de Latinoamérica, donde se practican bailes de pellejos y del currulao, mientras se toca el guasá y la marimba, el cununo y la tambora, y la gente come, en cada esquina, aborrajado, marranitas y chontaduro, y bebe champús, que no se sube a la cabeza, porque es un refresco especiado.
Para eso, para que se suba, ya está el viche, el aguardiente cítrico y ahumado, procedente de la región selvática, tan próxima y tan distante, rumbo al Chocó, y que es ya patrimonio cultural del país. Procedente de la caña de azúcar, y con una potente mezcla de endemismos, sirve para envicharse; un elixir para cualquier tipo de cura, de celebración (son el tomaseca para el embarazo, o «los meaos del niño», en los nacimientos) y para mitigar los duelos (los chigualos se llaman en la selva los velatorios infantiles).
Si, en un puesto, relees el cartel de «vendemos la cerveza más fría que el corazón de su ex», o el tendero te ameniza así la espera: «Mujer transparente busca hombre invisible para hacer cosas nunca vistas», o alguien te corrige para que digas gripa y no gripe, porque, entonces, en vez de agripado estarías agripedo, empiezas a comprobar que Macondo no es una película, sino una palpable sinestesia que callejear en versión original subtitulada.
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