CRÍTICA
'Los dos Beune', de Pierre Michon: toda la belleza del mundo
El autor certifica en este libro que lo bello, en su paradójica caducidad, nos regala la eternidad del instante
Ricardo Menéndez Salmón
En el párrafo que clausura Rimbaud el hijo, un texto que en su breve continente dinamita los tópicos tardorrománticos y nos devuelve al autor de Una temporada en el infierno en perpetuo conflicto con esa «lengua de la lengua» que es la poesía, Pierre Michon (Châtelus-le-Marcheix, Francia, 1945) se interroga acerca del misterio de su tarea: «¿Qué es lo que hace que la literatura se reanude sin fin? ¿Qué es lo que impulsa a los hombres a escribir? ¿Los demás hombres, sus madres, las estrellas, o las antiguas cosas inmensas, Dios, la lengua? Las potestades lo saben. Las potestades del aire son ese sutil viento entre las hojas».
También Michon es una de las potestades mayúsculas de esa literatura que tanto y tan desmesuradamente amamos, uno de los vientos sutiles, uno de los dueños del misterio que resuelve la antigua pregunta por la música escrita.
Como en la teoría de los dos cuerpos del rey de Kantorowicz, nacida de la distinción entre el sujeto mortal que porta la dignidad y la dignidad inmortal que dicho sujeto encarna, fruto de la dialéctica entre la persona natural del rey, sustancia de una majestad finita, y la persona política que la monarquía en tanto que emblema con aspiración de eternidad conlleva, el genio literario, como vector de sentido que presta cohesión a una tradición cultural, reclama su lugar.
El reino de los perdurables
Michon ha indagado de hecho ese espacio en Cuerpos del rey, su homenaje a la presencia viva, caduca y finita de la literatura convertida en mármol, imperecedera, inagotable. Y a uno lo asiste la certeza de que el autor francés es otra de las raras, infrecuentes personificaciones de esa estirpe de mortales que aseguran la inmortalidad de la literatura. Su reino cae del lado de los perdurables a quienes con fruición alude: Gustave Flaubert, William Faulkner, Samuel Beckett.
¿Qué encarna la escritura de Michon? ¿Qué tipo de revelación –el sustantivo no ofende aplicado al caso: la escritura de Michon es religiosa, religa al lector con el autor, vincula el metal basto de quien descifra con el oro puro de quien dicta– se embosca entre sus páginas? ¿A quién o a qué interpela este artista sin igual de la metáfora, esta prosa siempre en el alambre pero que nunca, jamás se desploma en el exceso, el pathos redundante, la gratuidad?
Aceptemos que Michon es un gestor de la belleza. Que la belleza –su anhelo, su búsqueda, el ambicioso fracaso que se resume en el ansia por aprehender el mundo maravilloso y terrible con palabras– es el nutriente fundamental de su escritura. Un nutriente que ha encontrado acomodo en el diálogo con la poesía (en el ya citado Rimbaud el hijo), con la pintura (Señores y sirvientes y Los Once) o con la historia (Vidas minúsculas y El emperador de Occidente), y que en el libro que nos ocupa, Los dos Beune, encarna en lo más inmediato: la fisicidad del cuerpo, la abrumadora sensación de desgarro que nos acosa ante la realidad del deseo.
Escritura sinestésica
La peripecia de Los dos Beune es muy simple: un joven de 20 años, maestro de oficio, descubre la belleza encarnada en la estanquera de un pueblo de la Dordoña al que ha sido destinado. La violencia de esta anunciación es implacable: el maestro se siente arrebatado por esa belleza madura, oferente. No hay aquí espacio para la mística del amor ni para el arrobo platónico: el narrador desea ardientemente a Yvonne, con un hambre que ningún hallazgo poético es capaz de disimular. Michon logra que esta revelación erótica se mueva en el terreno de una escritura sinestésica, tanto más hechicera cuanto que elude, sin impostura, las viejas y ya gastadas imágenes del gozo carnal.
El de Michon es uno de los estilos más inconmensurables de la literatura occidental contemporánea
Es difícil, en ese sentido, no admirarse ante un párrafo como el que sigue, donde el acto sexual, retratado con una fuerza inaudita, se convierte en un triunfo del poder evocador de la literatura: «Bajo la oscuridad, bajo el abrigo, bajo las faldas, bajo los nailons, bajo los discos de oro, las perlas y los tiros largos, bajo los cordoncillos y los frunces de la Milady, había, muy pegada a las medias nocturnas, aquella carne de una claridad deslumbradora, en cuya parte más blanca me imaginaba, veinte veces repetida, asestada, recibida con brincos intensos y ritmada con sollozos, la frase pesada y sin réplica, siempre redundante, siempre jubilosa, asfixiante, negra, la escritura absoluta que llevaba ella en el rostro».
Triunfa en este libro la excursión por la belleza que más ha celebrado el arte a lo largo de los siglos: la del cuerpo, femenino en este caso, ese cuerpo que, desde las Venus primitivas al body art contemporáneo, ha intentado rescatar del paso del tiempo el esplendor y miseria de la carne viva, nacida para la destrucción y el olvido, cierto, pero al tiempo fuente de placer y de celebración, esa carne que es condena y a la vez es expiación, de la cual nacemos y que nos obstinamos en perpetuar.
Y junto a esta fenomenal evidencia de la carne ajena y conquistada, la no menos feroz evidencia de los logros del hombre primitivo que habitó en Lascaux y otras cuevas de su entorno, y que cifró en sus paredes, para regocijo y pasmo de las generaciones futuras, su cómputo de miedos, triunfos y anhelos. Pues en las cavernas donde los pintores con candiles de astas en la cabeza «en cuclillas se desposan con su pensamiento», el narrador de Los dos Beune abraza el hechizo de esos antepasados que, sabedores como él de que la muerte acecha, se refugiaron acaso sin pretenderlo en un primer asomo de belleza, cifrada en esos caballos y bisontes que adornan las pantallas paleolíticas.
Polvo y ceniza, gusano y lodo, carne y caverna, lo bello, parece insinuar Michon, en su paradójica caducidad y en sus múltiples formas, nos regala la eternidad del instante. Así esta escritura, que al cortejar al tiempo nos redime de su imperio, y que se concreta en uno de los estilos más inconmensurables de la literatura occidental contemporánea.
'Los dos Beune'
Pierre Michon
Traducción de María Teresa Gallego Urrutia
Anagrama
160 páginas. 18,90 euros
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