CRÍTICA
Crítica de 'Ropasuelta', de Santos Martínez: el blues de Dayo Kane
Esta novela nos lleva a un mundo que tiende a la desaparición pero que siempre perdurará gozosamente en obras así
Alfons Cervera
Una novela dentro de muchas novelas. Estoy leyendo algo así y me viene a la cabeza que escribir es adentrarse en lo más oscuro de una historia, embarrarse en una viscosidad que a ratos te repele y ser capaz de contar lo que has visto y vivido como si te lo estuvieras inventando. Y además, ser capaz, también, de convertir aquella posible repulsión en una veta de ironía que ríete tú de la que persiguen los buscadores de oro en El tesoro de Sierra Madre u otras películas parecidas, aunque no sean tan buenas como la de John Huston y la novela de B. Traven en que está basado el filme protagonizado por Humphrey Bogart.
No sabía nada de Ropasuelta, la primera novela de Santos Martínez. Nacido, según pone en la solapa, en Fuente Librilla -Murcia- en 1992. O sea, joven. Bueno, muy joven. Lo que escribe es como la vida de un hombre de su edad que vuelve al pueblo donde nació casi treinta años antes del regreso. Ha recorrido muchos sitios desde que se fue a buscarse la vida, sobre todo en Barcelona y Berlín. Trabajos precarios, como en todas partes. Luego, esa precariedad se cambia por otra que es casi la misma. O sin el casi: el subsidio del paro.
Hoy lo que es la vida lo sabes enseguida, no como en el poema famoso de Gil de Biedma. Así que un día, el joven Santini decide que ya está bien de dar vueltas por ninguna parte y se vuelve al pueblo. Miedo me daba esa especie de sinopsis. La ruralidad es mala cosa. Si encima la convertimos en literatura, ya es para vacunarte a tope para que no te sorprenda por la espalda la impostura. ¿Por qué esa "moderna" ebullición de lo rural cuando los pueblos se mueren de asco sin remedio? Lo sé porque vivo en el mismo sitio donde nací, porque aquí, donde precisamente escribo estas líneas, somos menos gente que la que asiste como público a un concurso de la tele o a La Revuelta de Broncano.
Por eso abrí Ropasuelta con muchas prevenciones, qué quieren que les diga. Y sin embargo, a los cuatro pasos ya no podía volver atrás, como dice Italo Calvino en Si una noche de invierno un viajero cuando habla de libros y de quienes los leen. Cruzar el umbral hacia lo desconocido. Seguir cruzando historias y descubrir personajes que es como si los conocieras de toda la vida, por raros que puedan resultarte en los primeros encuentros. La familia de Santini, la madre, el hermano, la hermana, el padre al que llaman Ropasuelta porque era algo así como una fuerza bruta, desmañada, que de repente se llena de ternura. Y la pandilla de toda la vida. También la pandilla.
La vida y las ausencias
Llega Santini al pueblo dispuesto a escribir la historia de la Gran Venganza. O lo que es lo mismo: la Gran Novela Rural al estilo de los americanos. Lo que pasó antes y sigue siendo un misterio heredado por las casas y las calles de Fuente Librilla. La vida y las ausencias de Sixto de la Cierva, a quien llaman el Millonario porque en pueblos pequeños como el suyo o el mío sólo cabe un rico. De entre toda la inmensa, magistral galería de personajes, me quedo con Raimundo Palacios, ese Raymond Palas que se grababa para sí mismo versiones de canciones famosas y era como la total encarnación de Gary Moore en su cabeza llena de sueños imposibles, como todos los sueños.
Hablan los personajes como se habla en Fuente Librilla, juegan al fútbol como si fueran el Real Madrid ganando la Champions, se atan a la barra de El Callejón para que la música, las cervezas, la amistad y hasta el amor a veces los salven de la quiebra, de la quiebra que sea porque la vida es demasiadas veces un agujero a oscuras donde te esperan con mala folla los leones que salen en las películas de romanos. Y los besos robados entre Santini y su medio novia Sara hasta que ella le diga que se va del pueblo, que se va para buscarse la vida como él hiciera tantos años atrás y ahora se despiden en una de las secuencias más hermosas que he leído en mi vida. Lo mismo que la conversación última con Raymond Palas y sus blues inimitables.
Y lo mejor, ya lo dije antes: el ángulo de la ironía desde que Santos Martínez cuenta la historia. El humor. La salvación de una historia que sin eso sería una más de las de la impostura fatalmente ruralista.
El regreso a un mundo que desaparece se sustenta en las raíces donde fue creciendo lo de antes, sin esas monsergas que las novelas neorrurales se montan con personajes que llegan a los pueblos en vuelos directos desde Marte o a precio más barato desde la Luna. Y todo eso envuelto en el aura mágica de un escritor llamado Dayo Kane, el alter ego, o como se llame eso de la doble identidad, del propio Santini en su decisión de escribir la Gran Novela Rural al estilo murciano. Y ese final absolutamente memorable. La mirada perdida de Santini en un paisaje que se queda atrás en la última huida: "Me pregunté cómo sería ver aquellas calles por primera vez. Sin los recuerdos". Adentrarte en la lectura de esta novela. Ascender los peldaños con Italo Calvino y Santos Martínez hacia el umbral de un mundo que, por más que tienda a la desaparición, siempre perdurará gozosamente en novelas como Ropasuelta. Y FIN.
'Ropasuelta'
Santos Martínez
Hoja de Lata
368 páginas
22,90 euros
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