Opinión | LA TROBAIRITZ

Las voces de los muertos

En el último mes me ha dado por escuchar entrevistas con escritores y escritoras que de un modo u otro han sido significativos para mí

El escritor Javier Marías, fallecido en septiembre de 2022.

El escritor Javier Marías, fallecido en septiembre de 2022. / Europa Press

Siempre me gustó la voz de Javier Marías, tuve la oportunidad de escucharlo muchas veces. Era una voz de tono no demasiado bajo, de color dulce y expresión atildada, casi amanerada, al modo en que lo son las personas que han cultivado una vida entera la pasión por la palabra escrita y dicha. Es agradable, al evocar su voz, que ese último Marías reaccionario, machistón y extrañado del avance del mundo se diluya en mi memoria y quede el escritor paciente y el hombre de cultura elegante que también fue.

En el último mes me ha dado por escuchar entrevistas con escritores y escritoras que de un modo u otro han sido especialmente significativos para mí, bien por su labor literaria o por alguna característica de su temperamento que me resultase inspiradora, atractiva o divertida; los primeros días no hice distingo alguno entre vivos y muertos, pero con el paso del tiempo decidí centrarme en los últimos. Empecé por Marías, cuya voz hacía mucho que no escuchaba y me resultó muy agradable, como recordar un olor de infancia que creía perdido; es difícil seguir decepcionada con un muerto que te habla desde el otro lado con voz cadenciosa, palabra justa y buen ánimo.

Seguí por Antonio Gala, escritor al que siempre admiré sin reservas y sin excusas, cuya escenificación del habla, además, dio esperanza a todas las redichas y manieristas del mundo. Esa manera de estar en la vida poniendo la palabra en el centro y adornándola con todo de lo que se dispone, como se peina a una reina, debe conmover, y escribo conmover, no sólo divertir, a cualquiera que ame este oficio nuestro. Una escucha a Gala como se escucha una leyenda de la Alhambra o un poema persa.

De la voz de Ana María Moix, que no escuchaba desde hacía muchísimo tiempo, enseguida reconocí ese rasgo como somnoliento y el ritmo pausado, algo perezoso, de las muy catalanas, una cualidad que permitía escucharla con mucha comodidad, como quien se recuesta a media tarde en el sillón porque le vence el sueño más agradable. Me sorprendió el matiz infantil de Carmen Martín Gaite, cuya voz había prácticamente olvidado, era como escuchar a una niña inteligentísima queriendo pasar por mayor, ahí me reconocí del todo, en mi propia y pueril necesidad de resultar interesante, sabia y madura, complejo que sigo arrastrando y con el que he hecho las paces porque nada la impulsa a una más a leer a las demás y a escucharlas con atención para aprender.

La textura de la muerte

Con Ana María Matute tuve la impresión contraria, la de la vejez y la sabiduría tratando de pasar por inocente, de alguna manera performando una posición en el mundo, como Gala. En su caso negándose a resultar eminente pero incapaz de contener la hondura de su voz por mucho que lo intentase. 

Es extraño lo que la muerte le hace a las voces, la textura que les aplica, las hace resonantes pero al no estar sujetas a réplica, o a consecuencias, las libera de peso y de prejuicios. Todo lo que dicen resulta un poco más importante porque nada puede oponérseles, nada puede enturbiar su mensaje, supongo que esa es la verdadera trascendencia, la de tener la última palabra.

Me pregunto cómo será mi voz cuando yo no esté para respaldarla, si alguien querrá escucharla o se perderá, si se le encontrará un matiz que ahora no tiene. También pensaba en las voces de escritores y escritoras contemporáneas a quienes conozco y no citaré para no incurrir en una desatención supersticiosa, en qué ganarán o perderán sus voces cuando solo sean voces, registros, fantasmas del pasado.

Inevitable desear haber podido escuchar la voz de Lorca, Dante, Santa Teresa o Christine de Pizan y preguntarse cuánto habría cambiado nuestra percepción de sus figuras y sus obras, si las haría más leves o más hondas, más tiernas o más cínicas. Por si acaso, conviene pensar lo que se dice, y por qué no, escenificar un poco la palabra propia, que la función quede bonita y se disfrute cuando ya no estemos.