Opinión | DAME UNA NOCHE
Adaptar obras maestras
‘Cien años de soledad’ encontró su forma perfecta y definitiva. Necesitaremos ver la serie para saber dónde se queda su versión cinematográfica
El destino de una novela es unas pocas veces ir más allá de lo que representa, es decir, un libro, hasta alcanzar un nuevo estatus, como el de película. Ese designio sirve para las grandes novelas y para las menos grandes, incluso para las normalitas. La filmografía es pródiga. Que el libro sea magnífico, o no, no nos dice nada, de entrada, de cómo será la película. Ese tránsito delicado en el que una novela se transforma en guion, interpretación, filmación, montaje, y un día proyección, está plagado de incógnitas. "Basado en una novela" no es garantía de nada, salvo de estar basado en una novela.
Partir de un gran libro, pongamos una obra maestra, entraña riesgos casi suicidas. Hay que estar a su altura, y no es sencillo. A veces ni siquiera resulta difícil. Solo cabe que sea imposible. Muy pocos cineastas acometen esas adaptaciones: se requiere talento y al mismo tiempo bastantes defectos, como la soberbia o el narcisismo, y, por supuesto, un a menudo patético afán de superación. Es canónico citar a Alfred Hitchcock en sus conversaciones con François Truffaut. El director inglés huyó siempre de los grandes títulos de la literatura en favor de las novelas recreativas, populares, de segunda fila, que reelaboraba a su manera hasta convertir en magníficas películas.
"Yo leo una historia solo una vez. Cuando la idea de base me sirve, la adopto, olvido por completo el libro y fabrico cine. Sería incapaz de contarle Los pájaros de Daphne du Maurier. Solo la he leído una vez y rápidamente", sostenía. A la pregunta de si una obra maestra era, por definición, algo que había encontrado "su forma perfecta y definitiva", Hitchcock se mostraba de acuerdo. "Para expresar lo mismo de una manera cinematográfica sería preciso sustituir las palabras por el lenguaje de la cámara y rodar una película de diez horas".
Dinero en juego
Pero ningún muro parece ya inabordable cuando hay el suficiente dinero en juego, y personas persuadidas de ser más listas y capaces de llegar a donde nadie antes. Por eso, tenemos en plataformas las adaptaciones de dos obras maestras de la literatura hispanoamericana que creíamos que nunca veríamos, porque no teníamos ganas de verlas, para no ponernos tristes, y porque pensábamos que eran intraducibles al lenguaje del cine: Pedro Páramo (ya disponible) y Cien años de soledad (estreno, el 11 de diciembre).
De la breve y compleja novela de Juan Rulfo quizá baste mencionar que el propio autor decía que solo se podía entender después de leerla tres veces. Si se entendía a la primera o a la segunda es que no se había entendido demasiado. Es gratificante que algunas lecturas ofrezcan esa resistencia. Si siempre fuese sencillo leer, y plano, resultaría menos enriquecedor. Nada hace vibrar más a la mente que el hallazgo de las escrituras profundas. Ludwig Wittgenstein llegó a decir de su Tractatus que era "una obra que consta de dos partes: la aquí presentada y la que no escribí. Justamente esta segunda parte es la más importante". Pero ahí está ya Pedro Páramo, la película. La han hecho. Y eso es quizá lo peor, no que lo hayan podido hacer bien, mal o fatal. Creo que intentar algunas cosas está sobrevalorado.
Pero, como digo, también habrá una versión de Cien años de soledad. Fue una idea descabellada, simplemente inadmisible, mientras Gabriel García Márquez vivió. Pero ya sabemos que los escritores eternos también mueren, y en su lugar quedan los herederos. De ellos cabe esperar cualquier cosa. Ya sabemos qué sucedió con En agosto nos vemos. "Este libro no sirve", dijo en vida el autor colombiano. Y después sus hijos lo publicaron. Cien años de soledad, como obra maestra, encontró su forma perfecta y definitiva. Necesitaremos ver la serie para saber dónde se queda su versión cinematográfica. Pero para sentir pena ya estamos a tiempo.
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