REPORTAJE
Cuando las mujeres por fin pudieron votar
De Luisa Carnés a Margarita Nelken, Victoria Kent, Carmen de Burgos o Clara Campoamor: recorremos el intenso y difícil camino que siguieron las mujeres, intelectuales y obreras, de toda clase y condición, hasta conseguir el derecho al voto en España
El universo literario de Pedro Almodóvar
Anna Maria Iglesia
"Nos aferramos a nuestras papeletas como a cartas de amor", escribió la periodista italiana Anna Garofalo (1903-1965) para describir el entusiasmo nervioso de aquellas mujeres que salieron a la calle el 2 de junio de 1946 en todas las ciudades de Italia, pero sus palabras bien podrían describir también el entusiasmo de las españolas que el 19 de noviembre de 1933 votaban por primera vez en unas elecciones generales.
Con esta frase de Garofalo concluye Siempre nos quedará mañana (2023), la extraordinaria película de Paola Cortellesi, que, en las últimas escenas de metraje, refleja sin apenas palabras la trascendencia de ese 2 de junio, un día en el que, a través del voto, las mujeres rompían ese silencio secular que se les había impuesto y, por primera vez, expresaban su opinión, elegían el futuro que querían, para ellas y para sus hijas.
Con sus mejores trajes y los labios pintados -así las representa Cortellesi- desafiaron a esos padres y maridos que consideraban que su lugar era la esfera doméstica, que solo ellos podían administrar el sueldo que algunas de ellas traían a casa y que nada les pertenecía, ni tan siquiera su propio cuerpo. Pintarse los labios antes de ejercer el voto fue su forma de afirmarse, a través del cuerpo, mientras que depositando su papeleta en la urna se afirmaban como ciudadanas y reivindicaban la legitimidad de su palabra.
"Íbamos Federico, Dalí, Margarita Manso y yo. Hoy puede parecer increíble, pero ocurrió tal y como te lo cuento. Llegamos a la Puerta del Sol y un grupo de gente comenzó a tirarnos piedras mientras nos gritaban a grito pelado: '¡Maricones!'", recordaría muchos años después Maruja Mallo. Los gritos empezaron, cuenta Mallo, cuando decidieron quitarse el sombrero, un gesto simple, pero que desafiaba las prescripciones sociales, escandalizaba.
Eran los años veinte, todavía quedaba casi una década para que en España pudieran votar las mujeres por primera vez. Sin embargo, ese gesto desafiante abría el camino: quitarse el sombrero, como pintarse los labios, era hacer visible el propio cuerpo, era mostrarse y reivindicar su presencia en esa esfera pública en la que las mujeres tenían vetada su participación.
Un camino con oposición interna
"Es imprescindible", escribió Luisa Carnés, que la mujer "se emancipe de toda influencia", aquella que proviene "en unos casos, de la voluntad del padre; en otros, del marido; del patrono de la fábrica; del jefe de la oficina", influencia que "ha atrofiado la capacidad cerebral de la mujer para toda actuación que no haya sido la doméstica". Sin libertad de voto, la emancipación no sería completa, aunque sin emancipación de toda influencia tampoco hay libertad de voto. La autora de Tea Rooms era consciente de ello, y también de que la oposición al voto femenino por parte de intelectuales como Victoria Kent radicaba, precisamente, en esa desconfianza ante la libertad de la mujer a la hora de elegir: "Creo que no es el momento de otorgar el voto a la mujer española", sostenía Kent y añadía: "Lo dice una mujer que, en el momento crítico de decirlo, renuncia a un ideal".
Kent trataba así de excusar una postura compartida también por Margarita Nelken, que temía, por las distintas influencias que podían recibir las mujeres, un voto conservador contrario a esa consecución de la igualdad defendida y peleada por la izquierda y por estas intelectuales. "Si las mujeres españolas fueran todas obreras, si las mujeres españolas hubiesen atravesado ya un periodo universitario y estuvieran liberadas en su conciencia, yo me levantaría hoy frente a toda la Cámara para pedir el voto femenino". Estas palabras de Kent eran en parte suscritas por la escritora y periodista Aurora Bertrana, para quien era indispensable ofrecer formación y cultura a las mujeres y, en concreto, a las mujeres trabajadoras.
Con este espíritu, Bertrana presidió el Lyceum Club de Barcelona, que, sin embargo, abandonó poco después, al ver que se convertía en una institución para y por la mujer burguesa: "¿Qué se podía esperar de provecho para la clase trabajadora femenina de un grupo de mujeres que se reunía bajo el nombre de Lyceum Club? Quizás en el momento de constituirlo y de ser nombrada presidenta, yo tenía todavía la esperanza de evitar el fracaso y sacar adelante aquello que me había propuesto. Pronto me desengañé. El Lyceum Club no sería nunca una Universidad Obrera Femenina. Sería lo que su nombre indicaba: un club".
Falta de cultura y conciencia política
Precisamente, por esta falta de cultura y de conciencia política, Bertrana, a los tres años de proclamarse la República, lamenta que gran parte de las mujeres no fueran conscientes del reto político al que se estaban enfrentando: "Este periodo de tiempo ha dejado brotar muchas esperanzas en los corazones femeninos, y también muchas desilusiones. La mayor parte de las mujeres no han entendido todavía la importancia que tiene para nosotros este cambio de régimen y, fatalistas, perezosas, indiferentes ante los problemas sociales, han seguido viviendo como antes, sin ni siquiera exhalar un suspiro de liberación".
La desilusión es palpable en las palabras de Bertrana que, si bien nunca compartió la radical oposición al voto femenino de Nelken o Kent, sí se mostró bastante dubitativa sobre su conveniencia. Sus dudas eran, en parte, compartidas por otra periodista catalana, Rosa Maria Arquimbau, para quien la mujer no estaba preparada para poder actuar políticamente, pero consideraba que esta ausencia de preparación no podía servir como excusa para negarle un derecho, el del voto, que era el primer paso hacia la igualdad de derechos y libertades.
"Los hechos demuestran que en casi todos los países donde la mujer tiene influencia política la situación jurídica y económica de su sexo ha progresado; la moral avanza y el estado sanitario mejora, disminuyendo la mortalidad infantil", apuntaba en un artículo la periodista Carmen de Burgos, situándose en las antípodas de Nelken o de Kent. De Burgos no solo no teme un posible voto conservador de la mujer, sino que subraya que la mayor parte de las mujeres ejercerán su derecho sin renegar del rol que la sociedad les ha marcado hasta entonces: "El sufragio demuestra que la mujer, lejos de olvidar su misión de esposa y de madre, no ha buscado en el voto más que el medio seguro de cumplir sus deberes".
Se puede considerar algo conservadora la insistencia de De Burgos en la no desfeminización de la mujer a raíz de obtener el derecho al voto, si bien su aportación es clave, ya que sitúa el voto por encima de cualquier discusión. Las mujeres, escribió Josefina Carabias en su crónica del día de las elecciones, "traen desde casa su candidatura muy dobladita", y añadía: "Una de ellas lleva en la mano, además de la candidatura, dos lechugas y un niño pequeño". Este cuadro, con tintes costumbristas, de Carabias nada tiene de paródico: la periodista va más allá de la imagen y muestra de qué manera, independientemente de la lechuga y de los cuidados, las mujeres son conscientes de la importancia del voto. Por ello, no solo no renuncian a su derecho, sino que votan con plena consciencia.
Voto con plena consciencia
"Nosotras trabajamos bien y sabemos de todo. Al revés será quizá, que ellos voten lo que nosotros digamos o así", comenta una de las votantes a Carabias ante la pregunta acerca de a quién votarán. A través de distintos testimonios, la periodista deja entrever tanto la emoción ante un derecho finalmente conquistado como la responsabilidad del hecho en sí. No se sabe a quién votarán, pero todas ellas son conscientes de la relevancia de su voto, en la que, de hecho, hace énfasis Carmen de Burgos, al subrayar los avances en cuestiones sociales que experimentan los países donde existe el sufragio femenino.
De todo ello era plenamente consciente la escritora y periodista Carme Karr, que en septiembre de 1917, dieciséis años antes de esas primeras elecciones, firmó un artículo en Feminal, revista fundada por ella misma, en el que defendía el sufragio universal y la lucha de las sufragistas. Algunos años más tarde, la también catalana Anna Murià sería igual de contundente que Karr, al afirmar sin titubeos que las mujeres debían "ser electoras y elegibles; esta afirmación es indiscutible".
Indiscutible era, también, para Clara Campoamor, quien se opuso radicalmente a Victoria Kent: "¿Cómo puede decirse que cuando las mujeres den señales de vida por la República se les concederá como premio el derecho a votar?", le preguntó a Kent durante el debate parlamentario en torno al voto femenino para, a continuación, añadir: "Yo, señores diputados, me siento ciudadano antes que mujer, y considero que sería un profundo error político dejar a la mujer al margen de ese derecho, a la mujer que espera y confía en vosotros; a la mujer que, como ocurrió con otras fuerzas nuevas en la Revolución Francesa, será indiscutiblemente una nueva fuerza que se incorpora al derecho y no hay sino que empujarla a que siga su camino".
El debate lo ganó Clara Campoamor: se aprobó el sufragio femenino con 161 votos a favor y 121 en contra. Sin embargo, conquistado el derecho, quedaba pendiente conquistar la legitimidad. Las dudas acerca de las habilidades políticas de las mujeres continuaron, y no llegaron a disiparse. No hubo tiempo. En 1977 se tuvo que retomar un camino que la dictadura desdibujó.
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