CRÍTICA

Crítica de 'El hombre y sus símbolos', de Carl Gustav Jung: vertiginosa irradiación

Semblanza de un genio demediado

Carl Gustav Jung

Carl Gustav Jung / EPE

Lorenzo Luengo

En 1959, la BBC organizó una serie de entrevistas con un psicólogo suizo más o menos oscuro -se le conocía en el ámbito de las universidades y de las charlas entre profesionales, pero, a diferencia de Sigmund Freud, sus obras no habían llegado al público general- de nombre Carl Gustav Jung (Kesswil, 1875-Küsnacht, 1961).

Vivía apartado de todo, como un poeta romano, a orillas del lago de Zúrich, pero no necesitaba mucho más para entender ese vínculo que unía a la naturaleza en la que él se hallaba inmerso con aquella extrañeza que vibraba en su remota lejanía, perdida entre barbitúricos y océanos de asfalto, conocida como el hombre moderno.

Las máscaras de madera, las puertas de templos y mastabas, las alas que conferían la perdida sensación del vuelo, los animales desaparecidos y los ídolos con que ese hombre soñaba provenían del mismo lugar en el que Jung recogía misteriosas reliquias del subsuelo, como ingredientes de un caldero de bruja.

Un periodista deslumbrado, John Freeman (raro sería que a Jung se le escapase el significado de ese nombre), escuchó durante días al médico de Kesswil, tomando rápidas notas que se mezclaban y cruzaban como los símbolos que Gordon Pym halló por las rocas de la isla de Tsalal, y de aquellas conversaciones extrajo materiales para una larga entrevista que, por primera vez, presentaba ante un público no especializado el bestiario de maravillas que hervían en ese antiguo caldero.

La extrañeza del mundo

Jung habló de los contenidos del inconsciente como nadie lo había hecho, al menos para ese tipo de público, en un mundo aún sometido a la cartografía de Freud. Era preciso olvidar cuanto había sido aceptado acerca del inconsciente como un teatro descifrable por medio de diccionarios y llavines con una forma universal: el sueño era un proceso mágico, un precipitado para el alma, y sus símbolos tenían el valor de un lenguaje que cada individuo debía reconocer por su cuenta.

Un libro que tiene la peculiaridad de que en él aparece algo de cada uno de nosotros: el mensaje de una llamita que titila en nuestro interior como la estrella de la que procedemos

El mundo recuperaba su condición enigmática, su extrañeza de esfera impenetrable, cuando el cuerpo de una mujer desnuda con que soñaba un niño tenía su interpretación exacta, por ejemplo, en el casco de Sutton Hoo que aparecía en el sueño de un adulto, o en el enrevesado plumaje de un guacamayo rojo desplegándose a lo ancho de un cielo imaginado. Todo eran nociones de otra cosa, fragmentos de inteligencia pura que apuntaban hacia un destino personal. La identidad exterior no era más que una silueta para aquel dintorno abigarrado, en el que se encerraban imágenes inexplicables en una vertiginosa irradiación.

La efigie de un complejo yo se constituía a partir de aquella miscelánea, a lo largo de un proceso conflictivo y doloroso que aquel sonriente médico suizo, desde miles de televisores, describía con el intrigante nombre de individuación. De pronto había algo más que un destino material para el hombre que había traspuesto el ecuador del violento siglo XX, algo que no se cifraba solo en su condición de valor mercancía, pero que tampoco lo confinaba en el marco de una vieja religión.

Brusco despertar

Sus palabras llegaban en el mejor momento para ser atendidas: 1959, cuando en Francia unos terroristas universitarios hacían volar la corteza de una torva realidad y mostraban lo que corría por debajo, un flujo psíquico en el que había que sumergirse como en un juego y en el que muchos se zambulleron hasta aquel brusco despertar que supusieron las secuelas de mayo del 68 y de un asesinato múltiple en una casa de Cielo Drive.

De aquella entrevista surgió El hombre y sus símbolos, gracias un editor inteligente y sensible, Wolfgang Foges. Es curioso que Jung desatendiera su petición y solo aceptara construir -esa es la palabra: se sirvió de las manos de algunos ayudantes, como la hechicera Marie-Louise Von Franz- esta obra tras una noche en la que soñó que ya no hablaba para científicos y médicos sino para embelesadas multitudes.

Murió poco después de completarla, pero dejó para el futuro (y quizá también para el pasado) una foto de familia del alma humana, uno de los monumentos mayores del siglo XX y un tesoro hermanado con El arte mágico de André Breton (lo anticipa en dos años) y El poder del mito de Joseph Campbell, que también surgió, en 1988, de otra entrevista para la televisión. Un libro que tiene la peculiaridad de que en él aparece algo de cada uno de nosotros: el mensaje de una llamita que titila en nuestro interior como la estrella de la que procedemos, y que el sueño pinta con un dedo volátil en el caldero de cada madrugada. 

'El hombre y sus símbolos'

Carl Gustav Jung

Traducción de Luis Escolar Bareño

Paidós

320 páginas

36 euros