Opinión | ALTA FIDELIDAD

La vida o la técnica del contrapunto

Ni leer te hace mejor persona ni la música es siempre consuelo

El pianista Glenn Gould

El pianista Glenn Gould / EPE

Me gustaría aclarar un par de recurrentes malentendidos: ni leer te hace mejor persona ni la música es siempre consuelo. Lo primero simplemente quería darme el placer de ponerlo negro sobre blanco, lo segundo es el hilo del que tiraré durante lo que me queda de columna que, al paso que llevo, me habré pulido a base de aclaraciones que, lo estaréis pensando, tampoco están aportando grandes revelaciones.

A veces pienso que todo es leer; leemos cuadros, leemos libros, leemos películas, leemos partituras, pero nunca, nunca, nunca, en realidad, leemos música. La música se toca y te toca, las ondas nos traspasan física y emocionalmente y, contra lo que siempre había pensado, resulta que aprecio especialmente la música que me desasosiega. Algunas composiciones tienen algo de ola violenta contra la que peleamos para que no nos arrastre hasta el fondo. Acabamos saliendo de ella exhaustos y con la garganta irritada, tosiendo y sin aliento, recobrando lentamente el movimiento de los dedos de los pies hasta que volvemos a caminar y nos damos cuenta de que algo se nos ha recolocado dentro.

Eso me pasa cuando escucho el Free Jazz de Ornette Coleman, el “noise rock” de Triángulo de Amor Bizarro o la Chacona de Bach. Me ha gustado mucho leer una explicación parecida sobre lo que la música puede hacer con nosotros en el emocionante libro de Philip Kennicott Contrapunto. Recuerdos de Bach y duelo (Alpha Decay). El crítico de The Washington Post cuenta en este ensayo cómo a la muerte de su madre, una mujer con la que mantenía una difícil relación, volvió a escuchar de forma obsesiva la música de Bach. Ni quería ni podía encontrar consuelo en su música, pero sí entrar en esa ola de desasosiego y preguntas para atravesar el duelo.

Historia dolorosa

La madre del escritor fue una músico frustrada que había inculcado su pasión por este arte a sus hijos, a ratos con esa mano dura de quienes intentan que los descendientes vivan la vida que los padres no tuvieron, como si los hijos fueran una segunda oportunidad para vivir lo que no se pudo. Philip Kennicott, elegante, honesto y culto, va contando esa historia personal y dolorosa de una madre permanentemente enfadada con la que apenas puede hablar de nada mezclándola con la historia de la música de Bach, los instrumentistas que como Glenn Gould lo elevaron o reflexiones sobre la interpretación que acaban siendo metáforas de la vida, como cuando explica que Artur Schnabel, un gran intérprete de Beethoven al piano, se saltaba notas de la partitura, se equivocaba en las sonatas y sin embargo sus grabaciones se consideran magistrales.

Kennicott, que reniega al comienzo del libro de la idea de que la música sea consuelo, acaba, paradójicamente, encontrándolo en ella porque con la muerte de la madre el escritor se pregunta a qué sueños conviene renunciar para seguir livianos por la vida y a cuáles conviene enfrentarse para no acabar como ella.

El autor decide enfrentarse a las Variaciones Goldberg, asumir el vértigo y las imperfecciones que va a cometer y simplemente darse el placer y el desasosiego de tocarlas y comprobar cómo le deja el revolcón de la ola.

El aprendizaje que hace Kennicott es sencillo y lo resume de la forma más concisa y bella posible: “tras la fúnebre variación decimoquinta viene la jubilosa variación decimosexta”. Sigo creyendo que leer, en general, no nos hace mejores personas, pero leer Contrapunto. Recuerdos de Bach y duelo, sí.