IN MEMORIAM

María Kodama, rosa de Borges

Viuda del célebre literato y principal difusora de su obra, fue la encargada de describirle al autor de ‘El Aleph’ el mundo que descubrían juntos

María Kodama

María Kodama / Joan Cortadellas

Santiago de Luca

Compartí con María Kodama el tiempo vasto de la amistad y horas sin minutos conversando sobre los libros que cada uno tiene como hábito frecuentar. Las relecturas, los matices que van dejando los años, los contratiempos de la fortuna. Durante algunos años, cuando residí en Buenos Aires, todos los jueves después de la comida compartíamos un café. Ese encuentro tenía algo de ritual: la misma hora, el mismo lugar de Recoleta, variaciones sobre los mismos temas, el mismo tipo de café.

Poco a poco descubrí algunos de sus hábitos, moldeados en la disciplina japonesa y en su antigua tradición. Cada noche releía las tragedias griegas y luego atendía el teléfono de dos a tres de la madrugada. Era el horario que destinaba a los amigos. Sé que se identificaba con el titanio y esto no era casualidad. De apariencia frágil, resultaba ser resistente, imperturbable, como ese elemento que es el titanio que con poco peso es casi indestructible.

Era una mujer vertical, elegante, decidida, polémica y con una lógica de hierro, que se podía no compartir siempre, pero era producto de mucha reflexión. Evitó la comodidad y se aferró a la custodia de la memoria de Jorge Luis Borges hasta el final.

Tuve la suerte de que confiara en mí para varios proyectos. Abrimos juntos la Cátedra Jorge Luis Borges en San Luis y vino, cuando la invité, también para la apertura de la Cátedra Derecho y Literatura en Santa Fe, en la Universidad Nacional del Litoral. La entrevisté de manera extensa para SureS, la publicación que he dirigido en Tánger estos últimos años. La última actividad que hice con ella fue la conferencia Borges y Marruecos en 2021 que se organizó desde Rabat en la Embajada Argentina.

En este camino de colaboración con ella, aprendí de su creencia en el destino, mektub, como lo llamábamos. Cuando los proyectos se complicaban y yo me impacientaba empujado por el impulso de querer cerrar las cosas, ella, con condescendencia y afecto, me decía que si lo que se estaba haciendo tenía que salir, había que atravesar todas esas complicaciones, y si no, es que no tenía que salir. Gradualmente fui conociendo de manera directa muchas de sus memorias sobre Borges, las anécdotas de sus viajes (como cuando conocieron a Mick Jagger en Madrid y le confesó, ante la sorpresa de Borges, que había leído todos sus libros y los invitó al concierto), la admiración y el amor que tenía a eso que llamaba "el tercer ojo de Borges"; esa forma única, irrepetible e intransferible que tenía de percibir el mundo.

Cuando hablamos de algunos de sus textos, por ejemplo, ahora recuerdo algunos relacionados con Las mil y una noches, y yo le preguntaba con asombro y admiración cómo fue posible que hubiera visto tan profundamente esas narraciones sin saber árabe. Entonces, respondía: el tercer ojo que tenía, el cíclope. Contaba que cuando Borges le dictaba, cerraba los ojos ciegos, como si no bastara con no ver y se tenía que meter mucho más adentro de sí mismo para sacar sus palabras. Tal vez esta imagen repetida le haya sugerido la metáfora del tercer ojo.

Búsqueda del profesor egipcio

Una cosa que compartí con ella fue la búsqueda del egipcio que le enseñó árabe a Borges antes de su muerte. En la época en la que estaban en Ginebra durante la enfermedad de Borges, Kodama vio en un diario el anuncio de un profesor de lengua árabe. Lo llamó sin decirle para quién iban a ser las clases. Cuando el profesor, que era de Alejandría, pequeño y delgado -según me lo describió- reconoció a Borges, de quien había leído la obra, no le quiso cobrar.

Era evidente que Borges sabía que no iba a llegar a aprender árabe. Pero le confesó al profesor que no estudiaba para dominar, sino por la aventura del estudio. Como Kodama, estuvo activo y lúcido hasta el final. Siempre me gustó ver en ese gesto borgeano un eco de Sócrates, cuando preso, antes de tener que beber la cicuta, se pone a practicar una melodía con una flauta ante la risa de los carceleros que no comprenden la grandeza de esa actitud: aprender sin buscar una rentabilidad. Kodama hablaba del aprendizaje a los 80. Que así era en el Japón.

Decía que compartí la búsqueda del profesor egipcio porque, con el cataclismo que significó para Kodama la muerte de Borges, este hombre desapareció con discreción sin dejar su nombre, una dirección o un teléfono. Muchos, pero muchos años después, Kodama no lo olvidaba y lo buscaba para agradecerle. Llamé a amigos egipcios que llamaron a sus amigos en Suiza. Solo se logró saber que una vez un hombre estuvo en el Instituto Cervantes de El Cairo en un homenaje a Borges y que le dijo al director que vivía en Suiza, que había sido profesor de Borges y que estaba de visita en Egipto. Tampoco dejó nombre ni dirección. 

Hablamos, en uno de estos encuentros en el café, para preparar una entrevista sobre su amor con Borges. Le recordé estos versos: "de las generaciones de las rosas, que en el fondo del tiempo se han perdido, quiero que una se salve del olvido". Entonces, le pregunté qué rosa en particular de su vida con Borges quería recordar. Me respondió que sería un gran ramo de rosas o una rosa de infinitos pétalos.

Contó que Borges le decía que su padre la había educado para él, porque su padre amaba la pintura y el arte. Creía que esa enseñanza fue fundamental en su relación con Borges, que conocía mucho de pintura y recordaba con precisión cuadros que había visto en diferentes museos del mundo. Entonces ella utilizaba esos cuadros que describían los colores de un atardecer o el rostro de alguien para describirle el mundo que descubrían juntos.

Lección de belleza y arte

Pero la rosa que quiso rescatar fue la de un día que fueron al Louvre cuando estuvieron frente a la Victoria de Samotracia y los dos se encontraron conmovidos. Borges había recordado una anécdota del padre de Kodama: ella le había preguntado, con 5 años, qué era la belleza; el fin de semana siguiente le llevó un libro de arte, lo abrió y le mostró una escultura. Era la Victoria de Samotracia. La niña Kodama exclamó: "¡Pero no tiene cabeza!".

Su padre le indicó que mirara los pliegues de la túnica. Estaban agitados por la brisa del mar. Detener en el movimiento de los pliegues de la túnica la brisa del mar para la eternidad, eso era la belleza. A lo largo de su vida le pidió a su padre que le repitiera la explicación, porque quería conservar en la memoria la lección de estética que le había dado y que después de muchos años, según me confesaba, le permitió unirse al ser amado. 

Borges dice en Espadas, poema de La rosa profunda, que la única memoria es la del verso. Alguna vez le dedicó a María Kodama este verso: "Por Venecia de cristal y crepúsculo…".

Ulrica entró al Gran Mar junto a Javier Otálora. Y que no temieran. And ne forhtedon