REPORTAJE

Los venenos más lentos

El alcohol ha sido siempre un tópico literario tanto en ficción como en ensayos, de los que en estos últimos años se han publicado nuevos títulos

Fotograma de la película 'The Lost Weekend' (Días sin huella), de Billy Wilder

Fotograma de la película 'The Lost Weekend' (Días sin huella), de Billy Wilder / EPE

Mariana Sández

“Primer vaso a las nueve y media. Esta mañana aguanté hasta las once veintidós”, apunta John Cheever en uno de los pasajes más visuales de sus diarios. Mientras registra cada movimiento de su mujer en la cocina, a la espera de que despeje el área para servirse una copa, los lectores podemos sentir su “sed”: pocas escenas son más descriptivas de la ansiedad –en tiempo real– por beber. Sin embargo, una abrumadora cantidad de libros de distintos géneros (novelas, cuentos, ensayos, diarios) dan cuenta de la dependencia, a menudo fatal, que atrae a los escritores hacia el alcohol. 

Una de las definiciones más exactas sobre esa estrecha liaçon entre literatura y pasión etílica la dio Baudelaire al hablar sobre la afición a la bebida de Edgar A. Poe: dijo que su muerte había sido casi un suicidio. El poeta francés –también aficionado al alcohol y a otras drogas, como queda particularmente declarado en su Paraísos artificiales– aclaró: “[Poe] No bebía con glotonería, sino con barbarie, como si estuviera cumpliendo un destino homicida. Para matar algo que tenía en su interior, una lombriz que no lograba aniquilar".

Dar con esa “lombriz” –la zozobra que conduce a la adicción en los artistas– es lo que ha llevado a escritores e investigadores de distintos periodos a tratar de aproximar alguna teoría.

En un intento por comprender su propia inclinación a la dependencia alcohólica, en El viaje a Echo Spring: por qué beben los escritores (Atico de los libros, 2013), Olivia Laing se concentra en seis de los autores norteamericanos que más encarnaron y tematizaron su ebriedad: F. Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway, Tennessee Williams, John Berryman, John Cheever y Raymond Carver. Además de la relación de amistad que algunos tuvieron entre sí, la autora descubre ciertos patrones reiterativos: “Todos vivieron atormentados por el desprecio hacia sí mismos y cierta sensación de ineptitud”, entre otras similitudes como el espíritu viajero, problemas familiares y la promiscuidad. Un libro atractivo y bien escrito que aborda el tema con profundidad suficiente para conocer mejor la intimidad de estos creadores.

EN ESPAÑA

En esa línea va también Alcohol y literatura (Menoscuarto, 2017), de Javier Barreiro, con la diferencia de que el autor español parte de la relación de los griegos con el alcohol para luego pasar revista a escritores europeos y americanos, incluidos hispanoparlantes, de distintas épocas dados al abuso etílico. Advierte que “el setenta por ciento de los escritores norteamericanos premiados con el Nobel tuvieron problemas con el alcohol o lo utilizaron como fuente de inspiración.” Según Barreiro, entre los artistas, los escritores son los que sufren con más frecuencia depresiones y neurosis, por lo que el alcoholismo tiene una incidencia tres veces mayor que entre pintores y músicos.

Tanto Rosa Montero en su último libro, El peligro de estar cuerda (Seix Barral, 2022), como Toni Montesinos en La letra herida: autores suicidas, toxicómanos y dementes (Berenice, 2022), coinciden con Barreiro y acopian un listado de dipsómanos célebres que se autodestruyeron lentamente, cuando no acabaron en el suicidio.

Otra (Tránsito, 2022), la última novela de la española Natalia Carrero, es un libro de engañosa brevedad. Debajo de un estilo en apariencia sencillo y escenas cotidianas, se rescatan no solo varios niveles de reflexión sino también una acupuntura poética llena de imágenes: “El ojo queda leyendo el silencio”, “Las voces tenemos muchos puntos de vista”, “Salí a la calle con el corazón crecido, la ampliación de su latido se oía desde mí”. Las memorias de esta borracha ficticia se leen como si se recogieran añicos de vidrio esparcidos por el piso, los de una copa rota: con cuidado, contiene frases filosas y un humor bien cortante.

EN PRIMERA PERSONA

En los últimos años se han publicado nuevos títulos narrados desde la experiencia personal sobre la problemática de la adicción –algunos traducidos– en lengua española.

“No separaba la sed de las ganas de aturdirse. En todo caso, mi padre bebía para liquidarse, como yo”, testifica la periodista y escritora argentina María Moreno en Black–out (PRH, 2017). “Bebo en exceso porque bebo con la boca de mi padre”. Con pulso vibrante, encarna la crónica de un deslizamiento angustiante hacia la oscuridad total. Empieza en la infancia hasta tocar fondo en la madurez: en medio, circula la bohemia de los escenarios y actores culturales de Buenos Aires en los años 60 y 70. En el momento más crítico de adicción llega a expresar: “El alcohol es una patria. El alcohol es un Dios”. Ganador del Premio de la Crítica 2016 y destacado, entre otros, por el New York Times, el libro de Moreno se ha convertido en un referente para los lectores de habla hispana.

En Lagunas (Pepitas de calabaza, 2018), la norteamericana Sarah Hepola escribe: “Bebía hasta llegar a un lugar en que me daban igual [mis conflictos personales], pero me despertaba siendo una persona que se preocupaba mucho”, como no recordar para nada qué había dicho o hecho la noche anterior. En Estados Unidos es muy habitual beber hasta perder conciencia y que no te importe nada, explica, pero en su caso la alerta le permitió reaccionar a tiempo para salir del círculo. Bebes por miedo, remordimiento, timidez, bebes para callar la autocrítica despiadada que te va minando, bebes para soltar los controles sin darte cuenta de que vas a estrellarte, es el mensaje.

Algo bastante parecido persigue Leslie Jamison en La huella de los días (Anagrama, 2020), donde narra su lucha por salvarse de la bebida, al tiempo que repasa los casos de otros muchos escritores junto a artistas víctimas del drama, como Billie Holiday o Amy Winehouse. Desde la placentera primera sensación de “descontrol” seguida del “apagón” mental, al aterrizaje en el programa de escritura creativa en Iowa, donde grandes escritores se han deshecho bebiendo, y a la reunión de Alcohólicos Anónimos en el sótano de una iglesia, Jamison da cuenta del despeñadero en el que ha ido rodando hasta la recuperación que nunca es definitiva.

AUTOENGAÑO

En esa misma línea va La última copa (Del Asteroide, 2020), del alemán Daniel Schreiber, quien  cuenta cómo a la mayoría de sus conocidos, incluso a su médico, les pareció innecesario que dejara de beber, a pesar de que él podía admitirse como alcohólico. El libro es una confesión honesta, cargada de gravedad, sobre todos los mecanismos de autoengaño que nos permiten seguir bebiendo en una sociedad que lo ha normalizado por completo. Y un registro también sobre las distintas ayudas a las que debió acudir el autor para poder restablecer el dominio sobre sí.

Al igual que otros aquí mencionados, el inglés Lawrence Osborne deja entrever que su alcoholismo comenzó como espectador de los mayores, la madre y su familia en este caso, de quien explica: “La persona que bebe está encerrada en sí misma y es incapaz de desenmarañar los hilos que se han cerrado a su alrededor”. Especializado en escritura sobre viajes y alcohol, en Beber o no beber (Gatopardo, 2020), refleja un espíritu trashumante en la crónica de sus itinerarios por diversas ciudades detrás de cualquier trago a su alcance pero también buscando retratar las distintas costumbres sociales y religiosas alrededor de la bebida en oriente como en occidente. Entre hoteles y paisajes, aprovecha para alertar sobre las trampas del alcohol como estimulante y los efectos nocivos de la adicción.

Escrito en modo autoficción, Doce pasos hacia mí (Vinilo, 2022), de la argentina Sofía Balbuena, también invitada al programa de escritura de Iowa, intercala la experiencia personal de la iniciación en el alcohol con otras referencias literarias: Laing, Jamison y Moreno.

En Metafísica del aperitivo (Periférica, 2022), el escritor francés Stephan Levy Kuentz se pregunta “¿Será el alcohol la tinta de la oralidad?”, luego de repasar las bebidas favoritas de artistas célebres. “El aperitivo es un centro de gravedad apátrida hecho para alejar las consignas castradoras. Es ese purgatorio entre el día y la noche, la noche y la muerte, un embrollo cerebral en el que nada existe con plenitud… Un combate a cámara lenta entre uno mismo y su imagen ideal.” Escrito con una pluma poética cautivante, nos traslada a esa hora del atardecer –la que compara con el purgatorio– cuando el sol se pone y la conciencia se diluye en la peligrosa soledad de la bebida. Magnífica traducción.

Dipsómanos célebres

Algunos de los míticos-clásicos sobre el tema de la escritura lograda a partir del abuso del alcohol son Bajo el volcán de Malcolm Lowry; Confesiones de un borracho, del ensayista británico Charles Lamb; La leyenda del santo bebedor, de Joseph Roth; The Crack-up, de Scott Fitzgerald; Recuperación, de John Berryman; Días sin huella, de Charles Jackson, llevada al cine por Billy Wilder. En Mientras escribo, Stephen King admite que no recordaba cómo había escrito Cujo, la historia del perro asesino, concebida en estado de embriaguez.

Algunos cuentos extraordinarios son “El nadador”, de Cheever, con su inicio “Era uno de esos domingos de mitad de verano en que todo el mundo repite: “Anoche he bebido demasiado”. O el de Carson McCullers, “Dilema doméstico”, donde un hombre encuentra a diario a su mujer en un estado de ebriedad peligrosa para los hijos, y “El instante de la hora siguiente”, con una pareja después de una noche de excesos.

Algunos lectores podrán enunciar de memoria la lista de dipsómanos norteamericanos que más han trascendido. Detrás de Edgar A. Poe, le siguen Jack London, Herman Melville, Dashiel Hamnet, Eugene O´Neill, Sinclair Lewis, William Faulkner, Dorothy Parker, Djuna Barnes, Thomas Wolfe, Scott Fiztgerald, Zelda Sayre, Ernest Hemingway, John Steinbeck, Evelyn Waugh, John Fante, Tennessee Williams, William Burroughs, Saul Bellow, Carson McCullers, Charles Bukowski, Jack Kerouac, Truman Capote, Patricia Highsmith, Anne Sexton, Sylvia Plath, Lucia Berlin, Raymond Carver, Stephen King, entre otros.

Muchos de ellos pertenecieron a lo que Gertrude Stein bautizó como Generación Perdida, término que se popularizó a partir de la publicación de París era una fiesta, de Hemingway, y que incluyó a autores jóvenes alrededor de la Primera Guerra Mundial y los célebres años 20 (Roaring Twenties) en Estados Unidos.

En sintonía, suenan nombres de otras latitudes, como en Gran Bretaña: Jean Rhys, James Joyce, George Orwell, Dylan Thomas, Kingsley Amis, entre otros que van desde los poetas románticos ingleses a los malditos franceses, admiradores de Poe, con Baudelaire a la cabeza, además de Alexandre Dumas, Samuel Beckett, Verlaine, Rimbaud. Igual que Dostoievski, Chejov, Pessoa.

"Me gustan los venenos más lentos, las bebidas más amargas, las drogas más potentes, las ideas más insanas, los pensamientos más complejos, los sentimientos más fuertes", escribió la brasileña Clarice Lispector, quien también bebía y fumaba con fruición. En la región hispanoparlante no faltaron los que escribían con una mano mientras bebían con la otra: Quevedo, Lope de Vega, Juan Carlos Onetti, Juan Rulfo, Alfredo Bryce Echenique, Pablo Neruda, Mariano de Cavia, Juan Benet.

En su desasosegante texto “El alcohol”, incluido en La vida material (1987), Marguerite Duras desromantiza por completo la idea de que emborracharse pueda ser deseable para nadie: “Vivir con el alcohol es vivir con la muerte al alcance de la mano”.