REPORTAJE

Ecos de Eco, o el malestar en la cibercultura

La resistencia analógica, frente a la "tiranía digital", y la defensa de los libros, centran los ensayos póstumos del semiólogo y escritor italiano, que este año habría cumplido los ochenta

Umberto Eco

Umberto Eco / EFE

Antonio Puente

Antonio Puente

“Que cada uno sea a su manera un griego, pero que lo sea”. Nadie como el escritor y padre de la semiología moderna Umberto Eco (Alessandria, 1932 – Milán, 2016) se ha aplicado tan sabiamente en ese imperativo de Goethe, aglutinando y propagando todas las maneras posibles de ser griego, desde rebajar la cicuta socrática, por ejemplo, con buenas dosis de ironía sofista, a combinar la más amplia y rigurosa erudición con el epicureísmo del bon-vivant. Sólo así, con seductor talento, sus críticas más demoledoras hallaron siempre su cauce natural.

“Humanista integral”, como lo define Fernando Savater, una de sus grandes aportaciones es su propio ejemplo frente al absurdo de los compartimentos estancos, desmintiendo que quien mucho abarca poco apriete. Pues, imprescindible en cada ámbito, el comunicólogo de la Universidad de Bolonia ha sido semiólogo (La estructura ausente), sociólogo (Apocalípticos e integrados), filólogo (Obra abierta), profesor (Cómo se hace una tesis), novelista (El nombre de la rosa), etcétera, y, de un modo transversal, el ensayista y filósofo de la cultura que resurge en sus tres libros póstumos, publicados por Lumen: De la estupidez a la locura (2016), A hombros de gigantes (2018) y La memoria vegetal (2021).   

Según su diagnóstico testamentario, sobrevivimos bajo el signo de un “politeísmo” de usar y tirar, de dioses con obsolescencia planeada, en una suerte de sincretismo sin límites o novedosa “orgía de la tolerancia”, con características inéditas antes de la “imparable” irrupción de la cultura digital. (He ahí, acaso, la más brutal paradoja: obsolescencia imparable...). Después de la Atenas recuperada por el París de la Ilustración -tras siglos de oscurantismo teocrático-, se impondría ahora una suerte de banal Disneylandia, con la muñequería de internautas de cara a la rugosa pared de la Caverna de Platón, y chapaleando, muchas veces, en su propia catatonia; “Internet ha multiplicado la soledad”, asevera.

En De la estupidez..., una recopilación de artículos de este siglo, que vio la luz medio año después de su muerte, Eco se muestra así de satírico con la aspiración generalizada de los bisnietos de Descartes: “Tuiteo, luego existo”. Bajo el significativo subtítulo de Cómo vivir en un mundo sin rumbo, confirma que las redes sociales significan “la invasión de los imbéciles”, argumentando que “dan el derecho a hablar a legiones de idiotas, que antes lo hacían en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad.

FALTA DE FILTROS

"Estos eran rápidamente silenciados, pero ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel”. De un modo acaso hoy más necesario que cuando lo formuló, Eco nos alerta sobre la “falta de filtros”, lo que propicia que la opinión de cualquiera, con fundamento o sin él, posee el mismo valor. “El drama de internet es que ha promovido al tonto del pueblo como el portador de la verdad”. En un artículo sobre las transformaciones impuestas por WikiLeaks da cuenta de lo inexpugnable de la nueva “circularidad e invisibilidad” del Poder, toda vez que “el ciudadano se ha convertido en víctima total del ojo de un Hermano grandísimo”.

Y, con suculentos ejemplos, estipula que la tecnología “procede a paso de cangrejo, hacia atrás”: si, hace más de un siglo, el telégrafo sin cables revolucionó las comunicaciones, internet ha restablecido el telégrafo con cables (telefónicos); o, con la alta velocidad, se reactiva la hegemonía del tren sobre el avión, pues sin necesidad de los desplazamientos y esperas aeroportuarios, aquél acorta las distancias.

FUTURO REGRESIVO

Una suerte de alerta sobre las nuevas distopías paleofuturistas, de un futuro regresivo que hoy es ya presente, vertebra, pues, su legado. En La memoria vegetal aboga por los libros como revulsivo de la instantaneidad y la amnesia de los cacharros digitales. No solo leerlos sino acumularlos, tenerlos a mano de los cinco sentidos. “Todo libro es una máquina de generar interpretaciones y, por lo tanto, nuevos pensamientos”, formula Umberto Eco.

En A hombros de gigantes, que reúne sus lecciones magistrales en el Festival de La Milanesiana, por él mismo promovido, entre 2001 y 2015, reincide en la hipertrofiada generación de banalidades y peligrosas hipótesis sobre “complots inexistentes”, alertando sobre que los receptores -cada vez más emisores- prefieran asimilar una fake new que les sea afín, que una verdad por contrastar. Y analiza también nuevas emergencias que, a su juicio, carecen de precedentes en la historia. Sin ir más lejos, la manipulación o ninguneo de la propia historia.

Nunca antes -explica- desde la Antigüedad clásica hasta el mismísimo posmodernismo de finales de los años 80, se había dado un tiempo que, como ocurre hoy día, prescindiera por completo de algún tipo referencia al pasado cultural para su propia inspiración y legitimación.

“La palabra 'modernus' aparece hacia el siglo V d. C., cuando se instauran las nuevas lenguas europeas, tal vez el elemento más innovador y más revolucionario de los últimos dos mil años desde un punto de vista cultural”, define. Aunque de un modo todavía inconsciente, a partir de entonces se instaura una especie de histórico “orgullo de la innovación”, sobre la secular dialéctica entre lo antiguo y lo nuevo, que hoy parecería laminada, desde la presumida tabula rasa de la globalización digitalizada.

CAPACIDAD GRÁFICA

Con su proverbial capacidad gráfica, el comunicólogo nos remite a algo impensable desde el actual culto al cuerpo: “En la Edad Media se creía, por ejemplo, que los antiguos tenían mayor belleza y estatura”; y se privilegiaba una figura que se ha extinguido sólo en tiempos muy recientes: el puer senilis (niño senil), esto es, el joven que poseía a la vez los valores de la juventud y las virtudes de la madurez. En cambio, en la actual orgía de paradigmas, y en un mundo de viejóvenes, no existen ya, propiamente, “valores de juventud” –en generaciones que viven materialmente agazapadas en sus mayores- ni “virtudes de madurez” –en generaciones cuyo saber analógico ha quedado obsoleto para moverse en un mundo virtual.

Lo relevante es la ruptura con la tendencia histórica de cada época a apreciar “gigantes” en el pasado para encaramarse en ellos y proyectarse. Hasta las más rompedoras vanguardias históricas precisaban cimentarse sobre algún modelo anterior: “Con su coche de carreras, Marinetti entra en la Academia de Italia; Picasso llega a desfigurar el rostro humano partiendo de una meditación sobre los modelos clásicos y renacentistas y acaba reinterpretando a los minotauros; Duchamp pone bigote a La Gioconda, pero necesita a La Gioconda para ponerle su bigote... y el novísimo Ulises de Joyce se instaura asumiendo la narración homérica”. Es lo que, a su juicio, desmarca también al vacío actual de la posmodernidad, que precisaba situarse frente a la modernidad, y de ciertos axiomas sobre el relativismo, del abuelo Nietzsche...

Haciéndose eco de la famosa definición de D. Formaggio, “El arte es todo lo que los hombres llaman arte”, sitúa el origen del embrollo actual en la consumación de un muy concreto antagonismo: “La primera mitad del siglo XX fue el escenario de un trágico combate entre la belleza de la provocación o de las artes de vanguardia y la belleza del consumo”, y la balanza se ha inclinado de este lado; compramos arte de vanguardia vestidos y maquillados con grandes marcas.

El pensador italiano observa de nuevo una cierta correspondencia de nuestro tiempo con el Medievo. Ya en su día preconizó una nueva Edad Media como metáfora de la nueva estructura económica y social, con ricos cada vez más enriquecidos, como señores feudales, y una amplia base de desclasados, como nuevos siervos de la gleba. Pero, con más flagrante rigor, se cumple hoy un hiato entre lo bello y lo bueno parecido al de la era medieval.

TERROR PLACENTERO

Si en el canon clásico la belleza era sinónimo de proporción e integridad moral, y la fealdad física era su reverso, idéntica a la fealdad moral, hoy cada uno de esos conceptos trabaja por su cuenta. "Lo bello es algo que observamos con distancia, mientras que lo bueno lo quiero para mí", subraya. "La belleza es contemplada sin pasión, y por eso no puede ser definida de un modo universal. Lo feo, en cambio, lo que consideramos horripilante, es pura pasión". No por nada, el diccionario ofrece muchísimos más sinónimos para definir lo feo que lo bello. Y un claro signo actual: “El terror puede ser placentero si no nos afecta muy de cerca”, alerta Eco.

A hombros de gigantes, la frase que da título al libro, procede de una célebre sentencia del siglo XII, del erudito francés Bernardo de Chartres: "Nosotros somos como enanos que están a hombros de gigantes, de modo que podemos ver más lejos que ellos no tanto por nuestra estatura o nuestra agudeza visual, sino porque al estar sobre sus hombros, estamos más altos que ellos". Eco recuerda que la máxima se hizo muy popular en el medievo porque permitía resolver de forma no revolucionaria el conflicto entre generaciones.

La imagen ha perdurado hasta épocas muy recientes. Pero, en cambio hoy el pronóstico se invierte: “Existe el peligro de que, en una situación de innovación ininterrumpida e ininterrumpidamente aceptada por todos, legiones de enanos se sienten sobre los hombros de otros enanos”, alerta el catedrático de Bolonia, para recurrir a uno de sus aforistas predilectos, el polaco Stanislaw J. Lec: “Frecuentar enanos deforma la espina dorsal”.

'Viejóvenes' sin ascendentes

Por primera vez en la historia, enfatiza el autor de A hombros de gigantes, una generación de jóvenes se desentiende de crear mitos rompedores. Y es que, “por primera vez, las modas aceptadas por generaciones más jóvenes son producidas por adultos entrados en años. El ordenador entra en casa de la mano de los padres, entre otras cosas por razones económicas, y los hijos no lo rechazan”. Al fin, los nuevos artefactos -el ordenador y el móvil- no dividen a las generaciones, ya que “no ha habido revolución, sino una simple oferta universal y trasgeneracional”. El ya entrado en años Bill Gates –ilustraba Eco- produjo una “oferta sagaz, estudiada para interesar tanto a los padres como a los hijos”.

En definitiva, lo que ha dado al traste es la secular dialéctica entre padres e hijos, el denominado conflicto generacional (hoy, en todo caso, abrupto o disputado pero no dialéctico), al punto de que “el principio mismo de parricidio está en crisis”, señala. “El elogio de los más antiguos era el gesto mediante el cual los innovadores buscaban las razones de la propia innovación en una tradición que los padres han olvidado; la protesta contra los padres, o el parricidio mismo, se hacía siempre por medio del recurso a un antepasado, que se consideraba mejor que el padre al que se intenta matar”, explica. El caso más ilustrativo –aunque en realidad es una constante de discontinuidad histórica- es el del Renacimiento, que elimina a los padres medievales recurriendo a los abuelos del clasicismo.

A su juicio, el último gran intento de parricidio histórico netamente juvenil fue el Mayo del 68. Los jóvenes de entonces buscan su autorictas en la recuperación de iconos del pasado (Marx, Lenin, Mao Tse Tung...), es decir “gigantes”, contra los que oponer “la traición burguesa acometida por los padres de la izquierda parlamentaria”. Para que se produjera el histórico parricidio se requería –sugiere Umberto Eco- “un modelo paternal muy sólido y fuerte”, y también eso se ha ralentizado. En realidad, los padres no precisan ser fuertes ni acorazarse, al no sentir sus también débiles preceptos amenazados.

Pródigo en ilustraciones que amenizan la lectura, Umberto Eco da cuenta de cómo, en realidad, “la New Age ha sido controlada, desde el origen, por viejos vivales de los medios de comunicación de masas, y si algún joven huye hoy día a Oriente es para echarse en los brazos de un gurú viejísimo con muchas amantes y numerosos cadillacs”. De ahí que los medios de comunicación de masas ya no presentan un modelo unificado. “Pueden recuperar incluso, en un anuncio publicitario destinado a durar solo una semana, todas las experiencias de vanguardia y volver a descubrir al mismo tiempo una iconografía decimonónica”, analiza.