Opinión | OPINIÓN

Miami, un destino distópico con fortín literario

Una escribe porque vive, y vive porque escribe, de manera que, en cuanto llega a un lugar, se convierte en personaje de esa ficción a la que llamamos realidad

La Feria del Libro de Miami, en el 'downton' de la ciudad estadounidense

La Feria del Libro de Miami, en el 'downton' de la ciudad estadounidense / THE REPORTER

Soy incapaz de dormir en los aviones. Tampoco puedo escribir. Leer, sí. Y entregarme a la inane rutina de ver una película tras otra en una pantalla tan grande como las de algunos teléfonos móviles actuales -no el mío-, también. A comer me obligo, aunque hay ocasiones en las que el ayuno es la única opción dada la cuestionable calidad de los menús. Pero nada de dormir, ni de escribir. Imposible.

Tal vez sea porque, como sostiene Siri Hustvedt, sueño y escritura «están estrechamente relacionados» y la mejor ficción se genera mediante un mecanismo similar al que opera en el mundo onírico. No puedes salir de un sueño, ya sea bueno o malo, escapar de él, y lo mismo sucede con una novela; sólo puedes dejarte llevar por tu inconsciente. Por eso no eliges lo que escribes. Es la historia la que te escoge a ti.

Todo este circunloquio es, en realidad, para justificar mi envidia -nada sana, pues semejante cosa no existe, sólo sirve para limpiar las conciencias- a quienes duermen a pierna suelta en vuelos transoceánicos o domésticos y, sobre todo, a aquellos que escriben en los cubículos reservados a los pasajeros en las cabinas de las aeronaves.

Este último es el caso de Rosa Montero. Hace no mucho me contaba que, a veces, se entrega tanto a la narración que incluso va relatándola en voz alta a medida que la escribe, temiendo importunar, en algún punto de su relato, a su desconocido compañero de asiento. Y la envidio.

Todo esto iba pensando, mientras miraba el reloj cada veinte minutos exactos, en el largo vuelo -diez horas- que hace unos días me llevó a Miami -¿ustedes cómo lo pronuncian: maiami o miami?-, donde participé como escritora invitada en el programa de autores iberoamericanos de la Feria Internacional del Libro, la de mayor tamaño e importancia de Estados Unidos.

Una escribe porque vive, y vive porque escribe, de manera que, en cuanto llega a un lugar, sea este el que sea, se convierte en un personaje más del escenario donde se desarrollará la ficción que nos empeñamos en llamar realidad. Hay, además, ciudades eminentemente literarias, que propician la inventiva, el genio desatado.

Pero Miami no es una de ellas. No a mi entender, desde luego. Y eso que la atmósfera que la rodea, cual anillo protector, es entre distópica y hedonista. Paralizante. De ahí la bella paradoja de que, desde 1984, año en el que se celebró por primera vez allí la Feria del Libro, escritores y miamenses -puedo fabular muchas cosas, de eso vivo, en parte, mas nunca un gentilicio-, se fundan en un abrazo tan poco frecuente, insólito, en calles habitualmente desiertas.

Matices

Durante una semana al año, las aceras, habitadas por los sin techo expulsados de un sistema enajenado, pero incapaz de comprender la locura, ignorados desde pisos altísimos por ciudadanos que nunca miran hacia abajo para evitar verlos o arrojarse al vacío, se llenan de esa vida que es la literatura, tan rica en matices.

Es una feria al aire libre -siempre que el clima tropical lo permita-, a la que se paga por entrar -los adultos, diez dólares-, con puestos de venta de libros, aunque los edificios del Wolfson Campus del Miami Dade College, en el downtown, acogen multitud de presentaciones de centenares de autores -más de quinientos este año, entre ellos Patti Smith, Billy Porter o Juanes, haciendo de la pluralidad una virtud creativa... y comercial, claro-.

Entre eventos y firmas, con fiesta de postín incluida en un lujoso hotel de Miami Beach, pude escaparme a la librería Books & Books, fundada por Mitchell Kaplan en 1982 y la única independiente de una ciudad entregada al delivery, valga la redundancia idiomática. No es la City Lights de San Francisco o la Strand de Nueva York, ni falta que le hace. Es el fortín literario que todo destino merece. También Miami.