CRÍTICA

'El hijo', de Gina Berriault: conversaciones privadas

Ignorada por el gran público, la estadounidense fue una autora precisa, intimista y desgarradora, como demuestra con la novela que ahora recupera en España Muñeca Infinita

La escritora estadounidense Gina Berriault

La escritora estadounidense Gina Berriault / EPE

Luis M. Alonso

La autora indobritánica Jhumpa Lahiri bromeó más de una vez con que un escritor es un lector que no puede controlarse y, por lo tanto, escribe. Generalmente, los que toman ese camino acaban siendo escritores de escritores. Luego, existen los escritores de los escritores de los escritores, un grupo selecto del que podrían formar parte, solo por citar unos cuantos ejemplos, Denis Johnson, Vladímir Nabokov, Saul Bellow, Nicholson Baker, Mavis Gallant, James Salter, Fernando Pessoa, Thomas Bernhard, Bruno Schulz, W. G. Sebald, Joseph Brodsky y, aunque al lector le suene bastante menos el nombre, Gina Berriault

Conocí hace ya años a Berriault (Long Beach, 1926-Greenbrae, 1999) por las páginas de The Paris Review y ahora me encuentro con la grata sorpresa de que a Muñeca Infinita, pequeña editorial con un buen gusto literario, le ha dado por publicar una de sus novelas cortas, El hijo. Berriault, que ganó los premios National Book Critics Circle y Pen Faulkner en 1997 por su colección de cuentos Mujeres en la cama (Jus, 2018), fue una de esas narradoras bendecidas por la crítica y olvidadas por las escasas ventas de sus libros. Lo que se entiende por una escritora exquisita y poco conocida.

Tenía, según parece, una personalidad dolorosamente tímida que le impedía asomar la cabeza. En cuatro décadas, su producción se limitó a cuatro novelas y tres colecciones de cuentos. Mientras que las revistas literarias estaban siempre dispuestas a recibir con los brazos abiertos sus cuentos y sus colegas no escatimaban elogios, el gran público decidió darle la espalda. Durante tiempo, dado que la literatura no le pagaba sus facturas, tuvo que dedicarse a otras cosas para ganarse la vida.

El mundo intimista que refleja en sus historias no se merece, sin embargo, tanto desdén. Es más, su escritura, línea por línea, se vuelve emocionalmente precisa y su narrativa se encuentra entre las más sabias y desgarradoras de la ficción estadounidense del pasado siglo. 

Lectores con corazones abiertos

Las suyas suelen ser conversaciones privadas destinadas a lectores con corazones abiertos, como sucede en El hijo. Hablan para los seres solitarios, los ignorados, los aislados, es como si la autora no pudiera evitar dar testimonio del esplendor ordinario que asoma por las grietas de un mundo hecho pedazos.

En El hijo, Vivian Carpentier es una mujer en una búsqueda desesperada del amor, toda la novela transcurre en un vano intento de convencerse a sí misma de que este existe y que es adorable. Desde el principio, cuando tropieza precipitadamente con un matrimonio desacertado con Paul Cardoni, infortunado aspirante a actor, cae en una aventura tras otra en una desesperada búsqueda del amor verdadero.

El hijo es más una novela de personajes que de trama. El lector llega a identificarse con la terrible soledad cósmica de Vivian. La protagonista lucha con la maternidad y el fracaso del matrimonio, acepta trabajos para cubrir los intervalos entre amantes. Canta en el bar de un hotel, vende vestidos y cuida al amigo de su padre durante su última enfermedad, con la esperanza de expiar una vida egocéntrica. La constante vital de Vivian es su hijo, David. Habiendo visto sus peores y mejores momentos, él le brinda consuelo y una razón para vivir. 

Resulta extrañamente conmovedora la vida reducida de Berriault: en ella se percibe una vaga incomodidad física y emocional, el frío distante del gran mundo, la sensación de soledad incluso entre amigos y, esa delgada línea que separa lo que simplemente se mueve de lo completamente perdido.

Su oscuridad, en cualquier caso, no es tan terrible. Precisamente en un ensayo publicado en una de las revistas que tanto la cortejaban, la autora californiana recordaba a su madre sentada junto a su pequeña radio, escuchando seriales y moviendo la mano ante sus ojos, esperando ver cómo tomaba forma entre las sombras. Cuenta que tenía catorce años más o menos cuando la oscuridad comenzó a cerrarse, y ella decidió ponerse escribir. Lo que buscaba era una razón de ser mientras se iba apagando todo aquello cuanto se movía a su alrededor. Igual que escribe en El hijo: «Ella no respondió y dejó que volviera a sumirse en sus ensoñaciones. Algún día alguien quedaría excluido del último sueño que ella tuviera, por mucho que lo amara, incluso más que a su propia vida» (pág. 130).