Opinión | OPINIÓN
El virus de la familia
La relación madre-hija une, pero también agota. Y a veces huir de nuestras madres es como huir de nosotras mismas
Antes de que muriera su madre, Mary Karr (Grove, Tejas, 1955) decidió que convertiría su infancia en unas memorias. Tuvo claro que no recurriría a la imaginación y que optaría por la narración en primera persona cuando el obrero que estaba reformándole la cocina a su madre localizó una muesca en un azulejo y, después de examinarla, dijo: «Señora Karr, ¡esto parece un agujero de bala!». Su hermana añadió: «¿Eso no es de cuando le disparaste a papá?».
Hay infancias de las que no se sale. Mary Karr lo consiguió. Fue capaz de alejarse lo suficiente de aquellos años en los que ella y su hermana tenían que ingeniárselas para sobrevivir con dos padres alcohólicos. Su terapia consistió en transformar esos recuerdos en una historia que conmovió a millones de lectores en todo el mundo. Algunos habían vivido infancias trágicas, otros no. No importaba, porque a pesar de las desgracias que Karr relata en El club de los mentirosos (Periférica & Errata Naturae, 2017), su mensaje iba más allá; era universal: «cualquier familia con más de un miembro es una familia disfuncional».
El foco siempre se pone en familias en las que todo se derrumba, pero también hay corrosión, aunque pase inadvertida, en aquellas en las que todo se mantiene a flote. Karr se dio cuenta de que las familias normales no existían cuando su libro apareció en la lista de los más vendidos en The New York Times. Entonces empezó a recibir entre 400 y 500 cartas a la semana, la mayoría de gente corriente que quería contarle alguna historia familiar. Muchos psiquiatras también le escribieron para decirle que habían recomendado su libro a sus pacientes porque creían que podría ayudar en terapias de abusos sexuales y otros traumas. Entonces ella supo -y así lo escribió- que en el barco donde tan sola podía sentirse en realidad vamos todos.
Milena Busquets acaba de publicar Las palabras justas (Anagrama, 2022), un diario que contiene reflexiones sobre sus hijos, sus parejas, la escritura o los zapatos. También habla de su madre: «Sobrevivir al Liceo Francés y a mi madre fue una buena preparación para la vida [...]. Me caían mal los amigos de mi madre porque en el fondo no podía soportar la idea de que la que me cayese mal fuese ella».
Nora Ephron también rememora la figura materna en No me acuerdo de nada (Libros del Asteroide, 2022), donde cuenta cómo su madre acabó entregándose al alcohol. «Mi madre era una diosa. Pero mi madre era alcohólica. Los padres alcohólicos son muy desconcertantes. Son tus padres, y por eso los quieres; pero son unos borrachos, y por eso los odias. Tienen momentos en los que siguen siendo las personas a las que de pequeña idolatrabas; tienen momentos en los que no te puedes imaginar que alguna vez no hayan sido unos monstruos. Y al final se convierten en monstruos a tiempo completo».
Seguramente quien mejor ha narrado cuánto puede agotar, y a la vez unir, la relación entre madre e hija es Vivian Gornick. Gracias a la editorial Sexto Piso hemos paseado por Manhattan con la escritora y su madre (Apegos feroces y La mujer singular y la ciudad). En esas caminatas neoyorquinas, Gornick reconoce cómo ese lazo que la ata a su madre la ha destrozado y al mismo tiempo la ha hecho ser quien es. «Mi sitio estaba con mamá. Con ella la cosa estaba clara: me costaba respirar, pero me sentía segura». La familia te puede dar tanto como te quita. A veces, huir de nuestras madres acaba siendo una manera de huir de nosotras mismas, aunque siempre corramos el riesgo de llegar a la vejez y encontrar la misma certeza que Gornick: «No podía abandonar a mi madre porque me había convertido en mi madre».
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