LIBROS

Maggie Nelson, una pensadora para el siglo XXI

La escritora estadounidense es una de las voces más solventes de la cultura contemporánea, con un discurso que apela a la comprensión y a la solidaridad frente al rechazo a lo diferente

La escritora estadounidense Maggie Nelson, fotografiada a su paso por Madrid

La escritora estadounidense Maggie Nelson, fotografiada a su paso por Madrid / Alba Vigaray

Inés Martín Rodrigo

Inés Martín Rodrigo

Qué difícil es, cada vez más, tanto en la vida personal como en la pública, alejarse de la polémica, habitar los tonos más grises de la realidad, ni blancos ni negros, esos que apelan al diálogo y a la empatía, huyen del enfrentamiento y buscan la comprensión, la propia y la ajena. No es ese un discurso intelectual que venda, ni que atraiga seguidores, bots o likes, lo mismo da con tal de conseguir un nanosegundo de fama en el metaverso.

Tal vez por eso la escritora Maggie Nelson (San Francisco, California, 1973) no está en Twitter ni en ninguna otra red social, al menos oficialmente, aunque su nombre haya sido protagonista, más de una vez, de algún que otro hashtag. Su voz, sin embargo, es una de las más solventes de la cultura contemporánea, con un pensamiento alejado del fanatismo que hace de la teoría práctica, entrelazando, hasta tejer un discurso permeable a la existencia, pues de eso se trata, vida y arte, palabra e identidad.

Hasta ahora, su obra había sido publicada en España por Tres Puntos Ediciones, una de esas editoriales independientes que siguen dignificando el oficio desde la humildad y el buen hacer –ellos fueron, también, los primeros editores en nuestro país de Carolin Emcke, otra pensadora tan necesaria como Nelson–. En ese sello apareció, en 2016, Los argonautas, libro en el que, a medio camino entre el ensayo y la autobiografía, narraba, desde la honestidad más cruda, su historia de amor con el artista transgénero Harry Dodge, con el que tiene un hijo.

Aquella obra, que fue merecedora del National Book Critics Circle Award, llegó a estar en la lista de superventas de The New York Times e hizo que el nombre de su autora se asociara con los de Olivia Laing, Elaine Scarry o Rebecca Solnit, todas ellas insignes representantes del nuevo intelectualismo.

Sin género ni etiquetas

Un lugar que Nelson ya había comenzado a reivindicar años antes con otros títulos destacados dentro de su biobibliografía como El arte de la crueldad (2011), que profundiza en los motivos de la fascinación de la cultura popular por la violencia en todas sus muy diversas formas, o Bluets (2009), reflexión, fragmentaria y poética, filosófica, sobre el color azul, los amores perdidos, el dolor y la soledad.

Profesora, además, en la Universidad de California –vive con su familia en San Francisco–, con el inicio de la era Trump empezó a escribir Sobre la libertad, una aproximación híbrida, sin género ni etiquetas, como mandan los cánones actuales, a ese concepto, derecho universal vuelto del revés y, casi, vaciado de significado, que terminó en plena pandemia y acaba de llegar a las librerías españolas de la mano de Anagrama.

Su visita a España hace unos días para presentar el libro, cuyo subtítulo es tan evocador como su contenido –Cuatro cantos de restricción y cuidados– no pasó desapercibida: llenó el Conde Duque de Madrid y el CCCB de Barcelona. Es, sin duda, una pensadora para el siglo XXI, tan convulso como todos los anteriores, sí, pero quizás más inaprensible.

Matices

«Hablo un poco de español», advierte, con el acento del que quiere aprehender, al comienzo de una larga conversación en la que, a medida que vayan pasando los minutos, se esforzará por hacerse entender y por comprender a su interlocutora. Está recién llegada a Madrid y ha tenido que improvisar, en una tienda cercana a su hotel, un grueso fular que la proteja del frío imprevisto, tanto en el calendario como en su maleta.

Su voz es melosa y suave; sus gestos, los de quien camufla su timidez a través de una escritura valiente y estimulante; su mirada, la de una niña que sigue creciendo en cada paso dado por su hijo, junto con él. Es su modo de estar en el mundo.

La primera pregunta, obvia y a veces tópica en las entrevistas, resulta en este caso pertinente por el qué, el cómo y el cuándo. «No pude evitar escribir este libro. Me molestaba cómo se estaba usando la palabra libertad en EE.UU. Yo nací en los años 70 y, en aquel entonces, era un término asociado a los derechos civiles. Pero, poco a poco, la derecha se apropió de él y la izquierda lo perdió».

"No debemos concebir la libertad como una meta, sino como una práctica"

En ese punto, la obra de Wendy Brown, filósofa y politóloga de Berkeley, fue esencial para ella. Es el primer nombre de una larga lista de influencias en la que irán apareciendo David Graeber, Jacqueline Rose, Alice Notley, Foucault o James Baldwin, entre otros. «Es un libro que no busca crear polémica, sino abordar todas las complejidades que implica el término. La manera en la que se ha usado tradicionalmente la palabra libertad proponía el concepto como si fuera una meta. Pero esa interpretación llevó a una enorme decepción».

Como ejemplo, Nelson pone el caso Roe vs. Wade, que en 1973 dictaminó que la Constitución de Estados Unidos protegía la libertad de la mujer para abortar. «Nos hemos dado cuenta de que, una vez más, tenemos que luchar por una libertad que creíamos ya conquistada. No debemos concebir la libertad como una meta, sino como una práctica». Y ahí, en esa guerra simbólica, el arte es siempre un peón fiable, pero con esos matices que la escritora nunca abandona.

Distancia

«Mucha gente tiene una opinión sobre el arte, pero se relaciona con él desde un lugar muy distante. No es mi caso. Yo enseño en una facultad de arte desde hace veinte años y estoy casada con un artista. Tenemos que pensar en los artistas como personas que arrojan luz sobre aspectos muy turbulentos de la existencia y, por tanto, se relacionan con esas turbulencias. No es necesario que nos gusten».

Es, como explica, «el mito del artista proscrito, o el director de cine megalómano, o el novelista incorregiblemente cachondo, o lo que sea». Algo que ya no debería seguir sirviendo como excusa para un comportamiento inaceptable. Pero, ojo, «actuar como si el mundo se dividiera nítidamente o como si nuestra tarea fuera dividirlo en personas problemáticas, éticamente turbulentas y otras no problemáticas, éticamente buenas, no es nuestra única opción». Ese planteamiento es, más bien, «una prisión».

"Necesitamos más solidaridad dentro del feminismo, y que esa solidaridad se forje en la creencia común en la justicia y la igualdad. De lo contrario, el feminismo no tendrá futuro"

Nelson sostiene que «cuando practicamos el arte, como cuando somos madres, a menudo no sabemos qué estamos haciendo». Basa su afirmación en la concepción que tiene de la crianza, que, como el arte, «también implica una relación compleja entre compulsión y deseo». Seguimos creando y criando, y batallando, sobre todo las mujeres, contra la idea del cuidado como algo esencialmente femenino.

«El problema es que queremos cambiar ese modelo, pero no sabemos realmente qué proponer. El peso de la crianza es una carga que no se puede soportar en solitario, sin el apoyo de una comunidad. Esto lleva al fracaso, motivado por la idea falsa de que, si se lleva a cabo la labor de crianza de manera exitosa, los niños no sufrirán. Esa presunción tiene unas consecuencias psicológicas tremendas para las madres».

Como alternativa, Nelson propone la «poética de la desobediencia» de Alice Notley, que ella considera una «práctica feminista». «Hay personas que creen que los artistas tienen una intención que está siempre alineada con el efecto que tiene su arte. Pero esto no es necesariamente así. La poesía de Alice Notley se opone a sus lectores, se opone a todo, y cuando yo la leo me siento inspirada, no quiero que me sujete la mano, pero me siento inspirada por cómo se enfrenta a su entorno, a todo».

Futuro

«Guerra feminista intergeneracional». Así describe la autora la situación que, tristemente, se está viviendo en muchos países. También en España. «Podemos hacer el esfuerzo de mirar con compasión a las generaciones más antiguas de feministas, porque están perdiendo su posición y viendo desparecer términos del lenguaje que han sido muy significativos para su propia liberación. Pero no podemos permanecer ciegas ante los tiempos que corren y los nuevos movimientos, que son mucho más amplios. Necesitamos más solidaridad dentro del feminismo, y que esa solidaridad se forje en la creencia común en conceptos como la justicia y la igualdad para todos. De lo contrario, el feminismo no tendrá futuro».

Un futuro al que Nelson mira sin dejarse llevar por la desesperanza. «Tener un niño pequeño me ayuda. Sé que mi hijo va a vivir en un mundo en el que se enfrentará a los problemas climáticos, a las amenazas derivadas de esos problemas y también del fascismo. Pero lo que no es aceptable es que haya adultos en su momento cénit de poder, ya sea político o económico, confiando en que los niños van a salvar el mundo. Si cedemos a la desesperanza, cometemos un error, porque los niños están aprendiendo qué actitud deben adoptar frente al mundo».

Por eso, cuando su hijo le pregunta qué harán si Trump gana en 2024, ella contesta: «¡Luchamos! (en español)». «El problema es que los niños están recibiendo de algunos adultos el mensaje de que nos estamos aproximando a un acantilado desde el que nos precipitaremos sin remedio. No. Debemos crecer nosotros».

La reflexión, antídoto frente al fascismo

Con Sobre la libertad, su último ensayo, Maggie Nelson ha intentado «pensar en voz alta con los demás». Al fin y al cabo, según confiesa, su mayor esperanza, en esta «época desgarradora y aterradora», ha sido la aparición de «una asamblea pública al servicio de la libertad y los cuidados». Y en ese ágora, a veces pervertida por el ruido de fondo de las redes sociales y las fake news, es donde reside, también, el poder de la palabra, hablada y escrita.

«Toda escritura, incluso la que intenta abordar el ‘ahora’, termina abordando el ‘no ahora’. Esto es en parte el poder de la escritura». El problema es que «hace ya tiempo que los académicos y los activistas intentan explotar sentimientos desagradables como la depresión, el miedo, el pánico, la paranoia, la rabia, los celos y la vergüenza por su valor político». De ahí que la ansiedad sea «uno de los adversarios más formidables de la libertad» y, por tanto, sea necesario repensarla.

«La polarización que se ve en Twitter y hasta en los artículos de opinión publicados por la prensa lleva a creer que no tenemos opciones entre una sexualidad feliz y liberada y El cuento de la criada». Pero no es así, hay más opciones. Están las zonas grises. «Yo creo que sí vivimos en esas zonas grises, sí las habitamos. Pero, al final, las personas sufrimos, y no sufrimos porque haya algo fundamentalmente equivocado o que debamos resolver en nuestras vidas, sino porque somos seres humanos y el sufrimiento es parte de nuestra vida. Pero, al buscar alivio ante ese sufrimiento, nos decantamos por esos extremos, por el blanco o el negro. Y este libro va justo de lo contrario, de soportar, pero también de celebrar, de bailar en esas áreas grises».

Nelson no escribe con un lector en mente, ni para un tiempo específico. Lo hace «para entender temas que me apelan, que me importan, ese es el propósito de mi escritura». Una escritura que, al mismo tiempo, es «un acto de fe», pues vivimos «en una coyuntura en la que, debido al cambio climático, nos damos cuenta de que tenemos cada vez menos tiempo para leer, para reflexionar». Ante esa circunstancia vital, ella prefiere seguir la tesis de su admirada Jacqueline Rose, quien sostiene que «la consecuencia de no pensar para soportar nuestras propias contradicciones mentales nos lleva al fascismo, y ese no es, claramente, el mundo en el que yo quiero vivir».