Opinión | FE DE ERRORES (1)

Erratas y errores

Mi propósito es escribir, mensualmente, una columna dedicada a errores que a mí me lo parezcan, con la pretensión de encontrar anuencias entre mis lectores

Ilustración de Pablo García.

Ilustración de Pablo García. / ARCHIVO

El protagonista de una de las novelas del gran humanista George Steiner, titulada precisamente Pruebas, es un minucioso corrector de imprenta, que influido por el pensamiento rabínico daba a las erratas interpretaciones trascendentes y atribuía cabalísticamente todos los males del mundo a la transcripción errónea que un escriba hizo de una sola letra de la Biblia.

Agobiado (sin tan altas pretensiones) por todas las erratas que he tenido que digerir después de medio siglo de castigar las prensas, procuro simplemente no pensar más en ellas como amenaza y como evidencia recurrente, pero no he podido sustraerme a la sugerencia de un buen amigo que desde Prensa Ibérica me propuso ocuparme de algunas acciones o conceptos desacertados o equivocados que me parezcan merecedores de ser comentados en una a modo de fe de errores.

Y a ello voy con el propósito de, al menos mensualmente, escribir una columna dedicada a errores que a mí me lo parezcan, con la lógica pretensión de encontrar alguna anuencia entre mis posibles lectores y confiado, eso sí, en que mis textículos llegarán a ellos libres de erratas.

Bien sé que no se trata de una aventura fácil, sino que me pone desde ya en serio compromiso. Porque a diferencia de la errata, que cuando se descubre es incontrovertible por su naturaleza de equivocación tipográfica, el error puede ser considerado como tal por unos, pero todo lo contrario -incluso un acierto- por otros. De modo que esta fe de errores parte de mi convencimiento sincero de que su autor corre el riesgo de acabar encarnando el desmañado papel del alguacil alguacilado, y de que sus denuncias puedan constituir en sí mismas un error morrocotudo.

Me preocupa también la posible identificación de esta entrega a una fe de errores, así calificados en función de mi propio y exclusivo criterio, con un oficio, nuevo como el de los famosos influencers,  nacido al amparo de esa pandemia letal que sigue extendiéndose por el universo mundo por obra del virus de la corrección política.

Censura posmoderna

Me refiero a lo que en inglés se ha dado en denominar sensitive readers para designar a los chivatos que en su calidad de “lectores sensibles o de sensibilidad” advierten al público despreocupado de cualquier disidencia, por palabra u obra, contra los preceptos de lo políticamente correcto, plasmado en el código no escrito de esa forma perversa de censura posmoderna por la que grupos, tendencias, camarillas, plataformas, sectas o incluso individuos decretan qué se puede decir y qué no, que comportamientos están permitidos y cuales son reprobables.  Al contrario, mi fe de errores obedecerá únicamente a los designios del desprestigiado sentido común.

Ya no son los poderes, políticos o religiosos, constituidos los que amenazan censuras, sino entidades gaseosas (o “líquidas”) agazapadas a la sombra de la sociedad civil. Y cuentan para ello con ciertas bendiciones intelectuales. Por ejemplo, la teoría de Herbert Marcuse formulada en un oxímoron: la tolerancia represiva. O la sentencia de Foucault,  incluida en El orden del discurso, de que no tenemos derecho a decir todo, no podemos hablar de todo en cualquier circunstancia. En definitiva, su propuesta de que «quienquiera que sea no puede hablar, por fin, de sea lo que sea». Tan lacónica aseveración implica todo un modelo de censura como control textual que Stephen Packard traza de esta guisa: no digas ESTO; no digas esto DE ESTA MANERA; no digas esto EN ESTE CONTEXTO; TÚ no digas esto; y, por último, no digas esto HACIENDO ESO.

Semejante pandemia comenzó, como está cumplidamente demostrado, en los campus norteamericanos allá por los años setenta, y desde entonces se ha ido extendiendo más allá de los recintos universitarios contaminando de un neopuritanismo insólito al conjunto de la sociedad; sobre todo en el mundo anglosajón, pero no solo en él. Junto a la muerte civil de los señalados en virtud de la también denominada cancelación y la denuncia de la apropiación cultural, por la que en Holanda se impidió de hecho que una traductora holandesa blanca se encargara de pasar al neerlandés los textos de Amanda Gorman, una joven poeta negra que leyó una de sus composiciones en el acto de toma de posesión del presidente Biden, es de destacar en esta línea un movimiento que se está dando también en las universidades, y en el que en mi opinión reside un error. ¡Qué gran error!

Me refiero al sometimiento a la corrección política de la libertad de cátedra de los profesores, a los que se prohíbe enseñar nada que pueda desestabilizar el equilibrio emocional de los jóvenes alumnos, para los que las aulas deben constituir en todo caso safe spaces: espacios seguros.

Noticia fidedigna

La pasada primavera, el Daily Mail y The Times, entre otros periódicos británicos, daban la noticia fidedigna del error del que hoy quiero dar fe.

Los estudiantes de historia y literatura de la University of the Highlands and Islands, secundadas enseguida por otras casas de estudios superiores, fueron advertidos –el término exacto del aviso es trigger warning, algo así como “gatillo de alarma”- contra la novela corta del premio Nobel de literatura Ernest Hemingway El viejo y el mar, publicada en 1952. El motivo de prevenir a los alumnos por parte de los veladores de la seguridad de su espacio universitario es que la obra contiene “graphic scenes of fishing”. Cierto: Santiago, apodado “El Viejo” en su aldea marinera, sale solo a pescar y consigue que pique un enorme pez vela con el que lucha denodadamente para vencerlo, y solo lo consigue cuando lo remata con un arpón. Pero la pesca feroz no termina aquí: “El Viejo” deberá acabar con media docena de tiburones que entre todos consiguen devorar las carnes de la primera presa, de modo que Santiago llega a puerto, exhausto, llevando abarloadas a su bote apenas las raspas de su épica captura.

Este error no hace más que seguir la estela de otros anteriores. No en vano se dice que las autoridades universitarias son el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra. Con anterioridad se había avisado a los indefensos alumnos de que la Ilíada y Beowulf contienen insoportables escenas de violento combate, así como en Hamlet o Romeo y Julieta hay veneno, puñaladas y suicidios. Como en la vida misma.