REPORTAJE

Sin lugar para el lenguaje

La relación padres, madres e hijos es por excelencia el espacio afectivo de lo indecible, ese hondo magma único de los que no hay dos igual

El escritor estadounidense Paul Auster.

El escritor estadounidense Paul Auster. / ALVARO MONGE

Mariana Sández

Si Franz Kafka no hubiera utilizado la escritura para canalizar el rencor hacia su padre, como lo hizo, la humanidad se habría perdido ese extraordinario universo que llamamos kafkiano. Baste entender que quiso titular su obra completa Tentativa de evasión de la esfera paterna. En la que es quizá la más célebre de la literatura, su Carta al padre, el autor checo dejó explícito no solo la imagen que tenía de él, sino cuánto ese conflicto entre los dos era el motor esencial de su escritura; más que una carta de despecho es un manifiesto artístico. Desde la impotencia se construye a sí mismo y produce obra. En otros relatos como La condena y La metamorfosis traslada a familias ficticias esas problemáticas.

En sentido inverso, debemos una de las piezas más emblemáticas de la literatura española –Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique– a los sentimientos que despierta en el poeta la pérdida del ser al que tanto adoró, lo que le lleva a plantearse cuestiones como el paso del tiempo, el sentido de la vanidad mundana y la muerte.

La resistencia de las palabras

Ante historias que tienen a sus padres o madres por protagonistas, los autores manifiestan un dilema en común: la angustia por lograr que el lenguaje obedezca a la hora de narrar lo más íntimo. En muchos, la literatura como lazo parece elevar la relación hacia un encuentro aún más profundo e inclasificable.

"…la historia que intento contar es de algún modo incompatible con el lenguaje, el grado en que se resiste al lenguaje es una medida exacta de cuán cerca estoy de llegar a decir algo importante”, escribe Paul Auster en La invención de la soledad, el relato donde intenta duelar la muerte del padre y comprender su personalidad, su distancia afectiva. Le da materia para, además, plantearse su propio rol como figura paterna.

No es el único que, al hablar sobre el padre, analiza el sentido de su actividad como escritor. El discurso que Orhan Pamuk leyó al recibir el premio Nobel, editado con otros textos breves en La maleta de mi padre, es un bellísimo enfoque de cómo la relación con su padre –un escritor en las sombras– influyó en su dedicación a la literatura y todo lo que esta simboliza. “Mi peor miedo era que mi padre fuera un buen escritor. Porque si de su maleta surgía verdadera gran literatura, tendría que aceptar que dentro de mi padre existía un hombre distinto”, dice ante la disyuntiva de revelar los escritos secretos de su progenitor.

Algo así ocurre también en Un padre extranjero, de Eduardo Berti, ahora continuado en Un hijo extranjero, donde literatura y vida conviven en la relación padre-hijo a través de las turbulencias de diversas migraciones y la búsqueda por las raíces, la lengua, la identidad.

"Lo único abundante en casa eran los libros… Cuando era pequeño, quería crecer y ser libro" narra en una escena extraordinaria Amos Oz sobre una infancia en la que sus padres, con todo pesar, salían a vender libros cuando no quedaba nada para comer. "Cuando tenía unos seis años, llegó un gran día para mí: mi padre me hizo un hueco en una de sus vitrinas y me hizo trasladar mis libros ahí", dice en su autobiografía, Una historia de amor y oscuridad.

El analfabetismo y la pobreza de su madre no impidieron a Albert Camus –huérfano de padre por la guerra– hacerse con el Nobel que le dedicó a ella, por ser quien lo había apoyado a lo largo de su carrera. El primer hombre es la autobiografía novelada que Camus llevaba, todavía como manuscrito, en su maleta el día que murió.

En el ensayo Madres, padres y demás, Siri Hustvedt reúne semblanzas de su familia real junto a figuras que elige como parientes literarios: Jane Austen, Emily Brontë, entre otros. Mientras que Colm Tóibín hace un análisis fascinante de las figuras maternas o paternas en las obras de Jane Austen, Henry James, Beckett, Borges y muchos más, en su fantástico Nuevas maneras de matar a tu madre.

La muerte como principio

Es sabido que autoras como Virginia Woolf o George Eliot solo pudieron empezar a escribir cuando murieron sus padres y se liberaron de una presión que las enmudecía, una vez que habían logrado retratarlos en sus obras. Por alivio o por dolor, son variados los casos en los que la enfermedad o la muerte funciona como disparador necesario de un gran relato.

Marcel Proust, al igual que Borges, tenía un vínculo tan simbiótico con la madre que al morir ella escribió: "Mi vida ha perdido su único objetivo". Acto seguido se volcó a componer la que sería una de las obras mayúsculas de la literatura: En busca del tiempo perdido, inspirada en su vida personal, donde la madre y la abuela ocupan un lugar decisivo.

Siempre original, en W, Georges Perec va entreverando un capítulo real y uno ficticio sobre los cimientos de su biografía, marcada por la Segunda Guerra Mundial, el Holocausto, la muerte de sus padres y una orfandad tempranísima. Toda su obra se articula como una búsqueda espiralada de un espacio inexistente y de una ausencia presente.

En Patrimonio. Una historia real, Philip Roth enfrenta la durísima tarea de narrar la batalla de su padre anciano contra un tumor cerebral. Algo similar persigue Ricardo Menéndez Salmón en No entres dócilmente en esa noche inquieta, donde quiere explicarse la enfermedad del padre que atraviesa la relación entre los dos. Claudia Piñeiro inspiró su novela Elena sabe en la lucha de su madre con la enfermedad de Parkinson, mientras que dedicó Un comunista en calzoncillos a la figura del padre. Peter Handke debió procesar la muerte de su madre en una situación más tortuosa. En Desgracia impeorable, relata el caos en que queda su vida tras el suicidio de su madre por sobredosis de narcóticos.

Memorias noveladas

Tarde o temprano, los autores con una carrera significativa asumen la tarea de dar forma a sus memorias, en forma más ensayística o novelada. En ellas es principal la relación con los progenitores. Así tenemos, por nombrar solo algunas, las de Vladimir Nabokov, Habla, memoria; John Coetzee, Infancia; Gerald Durrell, Mi familia y otros animales, etc.

El cineasta Ingmar Bergman es autor de una trilogía de memorias. En La buena voluntad relata las problemáticas y recuerdos de su infancia; Niños de domingo es considerada la novela sobre el padre, y Confesiones íntimas, la parte dedicada a la madre.

Otras novelas ocultan las vidas reales de sus autores, como en los casos de Alfredo Bryce Echenique, Un mundo para Julius, y de Elena Poniatowska, La flor de lis. Ambas son un retrato de la clase alta latinoamericana, en cuyo seno las madres y los padres aparecen plasmadas como elegantes e inaccesibles figuras evanescentes para los niños que son criados por las nanas.

El olvido que seremos, autobiografía de Héctor Abad Faciolince llevada al cine por Fernando Trueba, construye un retrato amoroso y agradecido a un padre cuya historia avanza en paralelo a la de su país, Colombia.

En el marco de grandes cambios para la historia española, en A corazón abierto, Elvira Lindo lleva a la ficción la historia de sus padres, como un homenaje además a la generación que sobrevivió a la posguerra. Manuel Vilas hace lo propio en una novela de a ratos desgarradora, Ordesa, en la que también ficcionaliza la relación con los padres. Mil doscientos pasos es la distancia que separa a Juan Cruz de la infancia, a la que regresa para honrar la memoria emotivamente de las figuras más importantes de sus primeros años.

Con También esto pasará, Milena Busquets revolucionó el ambiente literario al incluir el personaje de su madre, una de las figuras más salientes del mundo editorial español, Esther Tusquets. ¿Y cómo olvidar la voluminosa carrera literaria del noruego Karl Ove Knausgård desprendida de su sentimiento kafkiano hacia el padre? Seis son los volúmenes que componen la controvertida serie Mi lucha, con el primero titulado La muerte del padre.

Tensiones femeninas

Algunas de las más bellas y populares novelas publicadas en los últimos años retratan esos vínculos nada sencillos entre madres e hijas, donde entre la ironía y el realismo se describe esa convivencia que requiere un equilibrio finísimo.

Además del tan mencionado Léxico familiar de Natalia Ginzburg, en Sagitario la autora italiana crea una historia ficcional de enredos, de humor bien italiano y muy posiblemente basada en el carácter de su propia madre.

Apegos feroces, de Vivian Gornik, es uno de esos libros que no han dejado de recomendarse desde su primera publicación en 2019. Se trata del autorretrato de una hija ya mayor con su madre anciana, desde donde va evocando momentos pasados de ese vínculo en el que tantas mujeres lectoras parecen verse identificadas.

Uno de los más maravillosamente escritos es el de Delphine De Vigan, Nada se opone a la noche, en el que la autora intenta descubrir qué episodios familiares llevaron a su madre a la muerte a través de una crónica familiar poética y detectivesca.

Annie Ernaux suele recurrir al cajón privado de su vida personal para elegir temas. Una de sus novelas más originales, La otra hija, busca comprender por qué sus padres le escondieron que su primera hija había muerto. Lo descubre por azar y escucha, sin querer, cómo su madre la compara con aquella hermana invisible, alguien más “agradable”, terrible nudo gordiano que solo la escritura la ayudará a resolver.

Otros muy comentados en esta línea son, entre otros, Angelika Schrobsdorff, Tú no eres como otras madres; Mary Karr, El club de los mentirosos; Carol Fives, Llamadas de mamá; Pilar Quintana, Los abismos; Elizabeth Strout, Me llamo Lucy Burton.

El síndrome Medea

La tremenda Medea de Eurípides da nombre a un síntoma. Lamentablemente en la actualidad cosecha una infernal cantidad de imitadores de carne y hueso: madres como padres que son capaces de matar a sus hijos con la sola intención de castigar a sus ex parejas.

Emmanuel Carrère se inspiró en un caso real para El adversario, sobre un hombre que engañó durante años a su familia y luego mató a todos, entre ellos a sus hijos, para que no develaran su verdadera identidad. Una breve novela anterior de Carrère ya introduce el tema de la monstruosidad paterna: Una semana en la nieve. En tanto que la espectacular La cena, de Herman Koch, de fuente real, refleja cómo las actitudes cuestionables de los padres acaban poniendo en peligro a los hijos.

De muy reciente aparición son otras dos novelas que van por esa línea: Las madres no, de Katixa Aguirre, donde una madre mata –sin un motivo evidente– a sus gemelos, y Idaho, de Emily Ruskovich, en la que una madre mata a su hija menor y pierde a la mayor.

Hay otras formas de matar a los hijos sin asesinarlos y algunos thrillers contemporáneos lo narran de manera sobresaliente. Tenemos que hablar de Kevin, de Lionel Shriver, es quizás la que se lleva todas las palmas por la capacidad de ahondar en los pliegues psicológicos de la culpa materna por no amar a un hijo y sus consecuencias.

La culpa de una madre por incapacidad de amar es tratada por Tatiana Tibuleac en una de las novelas contemporáneas más poéticas, El verano en que mi madre tenía los ojos verdes. La inseguridad como madre o padre hace perder terreno frente a una persona desconocida que entra en el hogar para criar a los niños, una canguro con el alma demasiado enferma, como ocurre en la trepidante Dulce canción de Leila Slimani.

Escrita en 1871 por un hombre, Henrik Ibsen, la obra teatral Casa de muñecas ya marca un camino de independencia femenina por el cual una mujer muy de su casa decide dejar matrimonio e hijos para vivir sola un tiempo y madurar. A veces olvidamos que de algún modo es la pionera de un centenar de libros que se están escribiendo estos años sobre el deseo de las mujeres a cuestionarse o desistir de su maternidad.