MISCELÁNEA

He venido a hablar de mi libro: Jordi Soler

'Los hijos del volcán' contiene la versión más depurada de ese territorio deslumbrante y atroz del que, por el momento, no quiero salir

El escritor Jordi Soler

El escritor Jordi Soler / DAVID CASTRO

Jordi Soler

Una mañana de hace veinte años estaba en mi oficina, en la embajada de México en Irlanda, cuando recibí una llamada de Madrid. Álex Martínez Roig, que entonces era el director de El país semanal, me pidió un artículo sobre mi lugar de nacimiento, un cafetal perdido en la selva, en el corazón de Veracruz (México), del que él tenía noticia porque un amigo suyo, Sergi Pàmies, lo había leído en la ficha biográfica que sale en la solapa de mis libros, y le había llamado para decirle: a ti que te gustan las historias raras, no te pierdas esta.

La historia no era tan rara, pero se había contado poco: una familia de catalanes que pierde la Guerra Civil y se exilia en Veracruz, donde funda una plantación de café, en medio de la selva mexicana, en la que se habla en catalán, para asombro de los vecinos que, a su vez, hablan en nahua y en totonakú.

Yo nací en ese cafetal y, a pesar de que había escrito ya cuatro novelas, nunca me había planteado utilizar aquel territorio fastuoso para una historia, seguramente por la excesiva cercanía, porque ese lugar del mundo es parte indisociable de lo que soy y me hacía falta afinar la perspectiva. La lejanía que entonces ofrecía mi casa en Irlanda me sirvió como sirve al pintor alejarse del objeto que pretende pintar.

Así que fundamentado en esa lejanía y espoleado por el encargo que había recibido de Madrid, me puse a escribir, en un estado febril, un largo artículo que se convirtió en el germen de mi novela Los rojos de ultramar.

En aquella novela, que escribí íntegramente en Dublín, fundé un territorio literario que se ha ido adueñando poco a poco de mi pluma, un territorio gobernado por la selva voraz donde un elenco de personajes tratan, casi siempre sin éxito, de mantener los signos de su vida civilizada frente a los embates permanentes de la barbarie.

Los rojos de ultramar me convirtió en un escritor internacional, fue mi primera novela que se editó fuera de México y se tradujo a varias lenguas pero, sobre todo, me regaló La portuguesa, ese territorio que ha ido creciendo y destilándose en otras novelas: La última hora del último día (2006), La fiesta del oso (2008), Usos rudimentarios de la selva (2017), y la más reciente, Los hijos del volcán (2022), que contiene la versión más depurada de ese territorio deslumbrante y atroz del que, por el momento, no quiero salir.

Los rojos de ultramar narra la historia de Arcadi, mi abuelo, su paso por la Guerra Civil, su desgraciada estancia en el campo de concentración de Argelès-sur-Mer y su larga huida, protegido por el cónsul de México en Francia, que lo llevó de El Havre a Nueva York en barco y de ahí recorrió Estados Unidos, en un tren tosigoso de norte a sur, hasta la frontera mexicana. En Nuevo Laredo se subió a otro tren que lo llevó hasta la selva de Veracruz donde, con el tiempo y la complicidad de otros exiliados como él, fundó aquella plantación de café, entre otras cosas para que yo fundara en mi novela, sesenta años más tarde, La portuguesa.

Territorio literario

La historia de Los rojos de ultramar empieza en España, sigue en Francia y cruza el mar para instalarse en la selva de Veracruz, en ese territorio literario, fundado encima de un territorio físico, que he visitado durante muchos años a lo largo de la escritura de mis novelas. También he escrito historias que suceden en otros lugares, en Dublín o en Barcelona, en la Ciudad de México o en los Estados Unidos del siglo XIX, pero siempre regreso a La portuguesa, porque soy de ahí y también porque es la única forma que tengo de preservar aquel territorio físico que ya no existe: la plantación de café fue devorada por el progreso desvergonzado y en su lugar se levanta hoy un insensato centro comercial, de cemento y vidrios de espejo, que irrumpe como un puñetazo en el armonioso sistema de las palmeras, las ceibas y los tabachines.

Durante la escritura de todas estas novelas he regresado, ocho horas cada día, al lugar en el que nací y crecí, y la memoria que tengo de aquella selva se ha ido desdoblando en una multitud de imágenes, de situaciones, de vivencias que no necesariamente he vivido pero que nacen del mismo magma, de aquella penumbra vegetal, de esa humedad que no puedes sacarte del cuerpo, del rumor amenazante de las fieras y del trepidante zumbido de los insectos, del viento del norte y de la asfixiante canícula, de aquel imposible verdor.