CRÍTICA

Caminar hacia la llama

‘Maestro de distancias’, nuevo poemario del gijonés Jordi Doce, es un giro de tono respecto a su poesía habitual

Jordi Doce.

Jordi Doce. / ARCHIVO

Fernando Menéndez

Del poema se espera una dialéctica con sus alrededores o consigo mismo. No cabe esperar mucho de la poesía que nunca se cuestiona a sí misma o presenta una homogeneidad impermeable a las inclemencias vitales. Lo habitual es que dichas inclemencias encuentren expresión en variantes formales y tonales; lo cual no supone que el poeta afectado dé un giro brusco a su manera de entender la escritura. 

Aunque no me convenza la idea del autor como demiurgo, sí es cierto que lo natural es presentarse como un canalizador de estímulos y desafíos; temores e incomodidades. No habría empezado estas notas con unas consideraciones tan generales si no fuera porque Maestro de distancias, el nuevo libro de poemas de Jordi Doce (Gijón, 1967), me las genera. Quien se acerque a su nuevo libro y sea un lector habitual de su poesía, reconocerá la voz y a la vez la descubrirá bajo modulaciones más rotundas, mucho menos discursivas de lo que es habitual.  

Para empezar, la disposición formal de los poemas (en prosa, breves, sin salirse, como quien dice, de un terreno acotado con forma de rectángulo en su mayoría) nos recuerda aquello tan cierto que afirmaba Octavio Paz de que el poema, incluso antes de leerlo, ya nos está indicando cosas. Se refería el escritor mexicano a la manera en que el poema ocupa el espacio de una página. Digamos que la poesía tiene su propia geometría y en el vistazo inevitable y previo a la lectura de cualquier libro se puede apreciar el lenguaje corporal de los textos que lo componen.

Levedad espesa

Maestro de distancias es un blíster de comprimidos cuyo efecto es duradero. Se adueña Doce para este libro de una levedad espesa (por contradictoria que parezca esta expresión) con la que sazonar unos poemas organizados en cierto modo como diario o cuaderno de bitácora; con recurrencias y estribillos: "Del tiempo…". Un blues que, como suele ocurrir con este género, nace al amparo de horas oscuras, fluye por la corriente de la necesidad. 

En numerosas ocasiones, alcanza el lenguaje poético observado en Maestro de distancias de luz y dolor a partes iguales; también enigma y bálsamo: "Busco la claridad sobre todas las cosas, pero sólo cultivo enigmas. Es la mano del tiempo, su música ligera hablando del tiempo, su música ligera hablando por teléfono o saliendo al balcón por hacer algo. Esa vieja polilla puede bailar aún junto a la luz". 

Orgánica y mensurable; contante y sonante, así es la materia de la que se compone el libro. 

"En situaciones extremas, la literatura sale a presión, como por la grieta de una tubería reventada", afirmaba Juan José Millás en una columna memorable que escribió en el año 2000 y titulada Escribir. En Maestro de distancias, el poeta, como el oficial de un submarino ruso que se hundía en la columna de Millás, se vale de una "turbadora exactitud" en su escritura.  

Es difícil saber todavía si la metamorfosis que supone este nuevo libro de Doce se prolongará o será algo puntual. En todo caso le abre al poeta nuevas posibilidades. La división del libro en secuencias podría hacer pensar en un solo y largo poema fragmentado. Una letanía leída en confluencia con Sacrificio de Marta Agudo (libro reseñado en su momento en estas páginas); dos concreciones brillantes y exhaustas, ambos títulos, de lo recogido en Maestro de distancias: "Somos luces al fondo de un camino. Poner un pie tras otro ya es bastante. Caminar, tanta noche, hacia la llama". 

Así de difícil. Así de hermoso.