MISCELÁNEA

He venido a hablar de mi libro: Arturo San Agustín

Viajar siempre ha sido algo natural y necesario para sentirme vivo, porque viajar es vivir

El escritor Arturo San Agustín, fotografiado en Barcelona

El escritor Arturo San Agustín, fotografiado en Barcelona / AGUSTÍ CARBONELL

Arturo San Agustín

Soy nieto biológico del ferrocarril. Mis dos abuelos eran capataces de vías y obras y mis dos abuelas, guardesas, es decir, las que manejaban los pasos a nivel. O sea, que tanto mi familia paterna como materna, las dos aragonesas, vivían en sendas casas apartadas del centro de sus respectivos pueblos oscenses, junto a la estación y al lado de las vías. Eran unas casas idénticas en las que destacaba un emparrado, una higuera generosa, un perro, un gato y el canto de un gallo que se paseaba altivo por el huerto situado en la parte posterior del edificio. De aquellas dos familias, ambas numerosas, salieron maquinistas, jefes de estación y mecánicos.

Lo que quiero decir es que nací con el viaje muy puesto. Para mí, viajar nunca ha sido huir de mí mismo, ni tampoco querer encontrar algo o a alguien. Nunca he sabido qué es eso que algunos llaman ‘exótico’. Para mí viajar siempre ha sido algo natural y necesario para sentirme vivo, porque viajar es vivir.  Todas las puestas de sol son la misma puesta de sol. Todos los caminos son el mismo camino. De modo que viajar tal vez sea la oportunidad de poder hablar con alguien que no ha nacido en tu misma calle. Pero sin buscarlo. O degustar un plato que desconocías. Y eso es lo que justifica un viaje. Nunca he viajado a parte alguna para decir que he estado en ella y nunca he fotografiado paisajes o personas. Tampoco he profanado nunca ningún templo, torre inclinada, fachada palaciega o choza africana posando ante cada una de esas arquitecturas.

Mi aversión a las fotografías de viajes quedó plenamente justificada cuando una húmeda y pegajosa mañana, saliendo de la brasileña Manaos, a bordo de una pequeña embarcación, una compañera francesa me dijo: “No hay nada más fotogénico que la pobreza”. Fotografiar a quienes creemos pobres es una maldad. No se pueden ganar premios supuestamente solidarios utilizando a quienes consideramos pobres. No se puede robar más a los pobres.

Trenes

En el principio, para mí, fue, pues, el tren. El tren de los humos y el vapor. El tren de mis gentes, con sus bocadillos de tortilla, escalopas de ternera y sus termos, y el tren que recorría en las novelas que leía las estepas rusas. No los trenes soviéticos con sus banderas rojas flameando en los laterales de las locomotoras de vapor y sus despiadados comisarios con chaquetas de cuero sino los trenes de las condesas, los poetas y los de algunos campesinos que sabían tocar la balalaika. Con el tren se viaja y con el avión simplemente se llega. Ocurre que, actualmente, los aeropuertos, además, te convierten en ganado y eso arruina la ida y la vuelta de cualquier viaje. También con el coche se viaja, pero o bien has de estar muy atento a la carretera o tienes que soportar conversaciones que no siempre son de tu agrado.

Si he escrito ‘Pasaporte sentimental’, que es un libro de sensaciones, es porque hace un tiempo, estando en Viterbo, cerca de Roma, ciudad que, desde hace unos años es mi destino habitual, la madre de una amiga italiana arquitecta me sugirió que quizá debía escribirlo. “No esperes demasiado, porque la memoria cada vez se nos apaga antes”. Eso me dijo una tarde de mayo en el jardín de su casa, mientras degustábamos las mejores ‘salsicci’ ahumadas que he probado nunca.

Quizá vivir ese breve momento africano, en la sabana, donde la noche cae de repente, y durante el cual, solo unos segundos, enmudecen todos los animales diurnos hasta que los animales nocturnos con sus silbidos y rugidos los sustituyen, es algo que merece no ser olvidado. Como escuchar el canto del Padrenuestro en arameo, el idioma de Jesús, en una iglesia de Georgia. O degustar en la isla italiana de Salina unas buenas sardinas.