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La literatura y la guerra

El escritor reflexiona sobre cómo las obras "basadas en hechos reales" se analizan en épocas de conflicto bélico

El primer ministro británico Chamberlain saluda al general alemán Keitel en su visita a la residencia de descanso de Hitler (a su izda.) en 1938.

El primer ministro británico Chamberlain saluda al general alemán Keitel en su visita a la residencia de descanso de Hitler (a su izda.) en 1938. / ARCHIVO

El temor cada vez más extendido a que la invasión rusa de Ucrania conduzca a un conflicto generalizado vuelve a poner de actualidad las numerosas ocasiones en las que, a lo largo de los últimos años, se ha condenado con los más diversos pretextos la política de apaciguamiento que adoptó Chamberlain frente a Hitler. La descalificación de Chamberlain ha sido sumaria y general, en el sentido de que no solo ha inspirado discursos políticos contra acciones que, como las terroristas, llevan implícito un chantaje, sino también filmes y novelas que con mayor o menor solvencia histórica y artística recrean episodios de la Segunda Guerra Mundial o el Holocausto, colocadas bajo la rúbrica de "basado en hechos reales".

De los discursos políticos, poco cabe decir, aparte de lo que señalaron historiadores como Robert Paxton: dramatizar el presente es muchas veces una forma de banalizar el pasado. Si acaso, se podría añadir que es, además, un subterfugio para disfrazar como defensa de la democracia decisiones políticas que, en realidad, conducen a su destrucción. Baste recordar que, al igual que Vladimir Putin invoca la desnazificación de Ucrania, la guerra de George W. Bush contra Irak fue precedida de una intensa propaganda en la que Saddam Hussein fue equiparado a Hitler.

Por lo que respecta a las obras artísticas, y en especial las literarias, los interrogantes que suscita la guerra de Ucrania son de otra naturaleza. ¿Es posible sostener que tantas ficciones recreando episodios del pasado publicadas durante los últimos años han servido para forjar, ya que no una comprensión, sí, al menos, una sensibilidad, que permita orientarse a la hora de dar respuesta a Putin? Más bien parecería lo contrario: a fuerza de simplificar retrospectivamente los dilemas que suscitará siempre la decisión de participar o no en una guerra -dilemas no solo militares, políticos o diplomáticos, sino también, y sobre todo, morales-, se ha impuesto la temeraria convicción de que, llegado el momento, la elección entre Chamberlain o Churchill está resuelta por la experiencia.

A poco que se analicen las fuerzas y los riesgos presentes en Ucrania, así como la estrategia de Estados Unidos y Europa, la conclusión que se impone es que tal vez las políticas de Chamberlain y Churchill no fueron alternativas, sino consecutivas. O dicho de otro modo: que para que una democracia no se traicione a la hora de hacer frente a un tirano, necesita pasar por Chamberlain, por el agotamiento de todas las vías de acuerdo, para llegar a Churchill, y precipitarse abiertamente en un conflicto. En el caso de Ucrania, las vías de acuerdo son a estas alturas limitadas, por no decir inexistentes. No solo porque Putin ordenó la invasión cuando podía no haberlo hecho, sino también porque su ejército habría cometido graves crímenes de guerra.

Se podría argumentar, y con razón, que el papel de la literatura no es inspirar vías de acción ante sucesos como los de Ucrania. Pero se da la circunstancia de que era eso, precisamente eso, lo que parecía justificar la moda de filmes y novelas basadas en hechos reales, como, también, la de biografías noveladas de hombres y mujeres que mantuvieron la dignidad en épocas dramáticas. Reconozcamos la verdad: de poco o de nada sirven ante las imágenes que ofrece la guerra de Ucrania. No es sin embargo el caso de otras obras en las que sus autores, lejos de proclamar certezas que no tenían, confesaron las dudas que les acometieron al tener que decidir entre la política de Chamberlain y la de Churchill. Simone Weil, por ejemplo, comenzó oponiéndose a responder militarmente a Hitler para, después, acabar aceptando que era inevitable.

Algo semejante le sucedió a Albert Camus, según recuerda en Cartas a un amigo alemán. Sería un error considerar que sus angustiados razonamientos de entonces pueden servir para precipitarse ahora en la batalla solo porque retrospectivamente sepamos que ésa fue su decisión. Antes por el contrario, el valor más permanente de esas obras reside en que, si finalmente no queda otra alternativa que la guerra, el deber de las democracias es mantener siempre ese resto de duda y, al fin, de humanidad, al que Putin y sus tropas renunciaron desde el instante mismo en que cruzaron la frontera con Ucrania.